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Maratón de Valencia: caída, resurrección y gloria
HISTORIAS CON ZAPATILLAS XII

Maratón de Valencia: caída, resurrección y gloria

Ésta es la historia de uno de los miles de corredores que atravesaron la meta de la Ciudad de las Artes y las Ciencias tras cinco trepidantes meses en los que la vida te prueba hasta dónde eres capaz de llegar... si llegas

Jesús Trelis

Valencia

Jueves, 7 de diciembre 2023

Esta es una historia (con zapatillas) sobre el maratón. El de Valencia. Una ciudad que amaneció el pasado 3 de diciembre espléndida y que, con las horas, se creció exultante. Es una historia más de las miles y miles que se fraguaron ese domingo, porque cada maratoniano escribe su propio relato. Cada uno tiene su propia vivencia por mucho que, al final, todos acabamos siendo hijos de una misma travesía. Hijos de 42,2 kilómetros en los que se entrecruzan la superación y la euforia, el fracaso y las lágrimas, la pasión y la esperanza. Porque el maratón te desnuda, te pone ante tu realidad y, calzándote con unas zapatillas voladoras, te hace atravesar el espejo de tu existencia. Te lleva más allá de lo que jamás pudiste conocerte. Y allí, en tu particular mundo, te descubrirás, sencillamente, vacío de equipaje y lleno de emociones. Te sentirás absolutamente libre.

«Y cuando llegue el día del último viaje, / y esté al partir la nave que nunca ha de tornar, / me encontraréis a bordo ligero de equipaje, / casi desnudo, como los hijos de la mar». Antonio Machado (Retrato)

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Esta historia, en cualquier caso, no es sólo de quien la firma; sino de quienes la escribieron estando, de una manera u otra, al lado de este corredor ya entrado en edad aunque con la pasión desbocada. Ese tipo de nervio acentuado y cabezonería vasta que quiso volar a pesar de que la vida le pesaba. Uno de esos 'runners' a unas zapatillas apresado que un día creyó que los sueños no tienen límites y, además, se cumplen cuando son, como el poema de Machado, ligeros de equipaje. Ésta es, por tanto, la historia de José y Miguel Ángel, de Ani y de Roberto, de Dora y de MªÁngeles, de Teresa y de Joaquín, de Paco, José y María, de Moisés, Nacho y Borja; de Lilly, Paula, Mariola, Lucía... De Jens. Una historia con abismos y angustias, con fe y batalla, con gozos y euforia. Sí, ésta es una historia más de un maratón con caída, resurrección y gloria.

La caída

Era el segundo maratón al que me enfrentaba. Lo hacía absolutamente disciplinado y viendo cómo iban dando sus frutos los entrenamientos que ese ángel del atletismo valenciano que es José Garay . La mejor muestra, la marca (1,26h.) que hice en la media maratón de Valencia. Un inesperado récord personal que fue un bálsamo para mi ego. Tanto que me sentí fuerte, enérgico, con ganas de más…. Hasta que, quizá por una mala pisada en un alcorque entrenando al amanecer, quizá por un estiramiento demasiado intenso, quizá por seguir corriendo cuando mi cadera izquierda comenzaba a bramar o quizá por todo ello y más, la cosa derivó en el abismo. Y un sábado, cuando salía a hacer un largo previo a la 15km 'Abierta al mar' de LAS PROVINCIAS, la impertinente molestia del costado se transformó en un incontrolable punzón que, sumiéndome en el más absoluto dolor, me hizo abandonar en el primer kilómetro del desafiante entrenamiento.

Una bursitis troncal vino a decirme que la fiesta no iba ser tan divertida... y comenzó el descenso a ese abismo psicológico en el que emana la decepción personal, la impotencia... a veces la tristeza

Hubo sensación de caos y de hundimiento. No poco pánico. Una bursitis troncal vino a decirme que la fiesta no iba ser tan divertida. Y comenzó el descenso a ese abismo psicológico en el que emana la decepción personal, la rabia, la impotencia, a veces la tristeza…. Cruzarse en ese camino con Garay fue crucial. Que me dirigiera hacia un pedazo de traumatólogo como es Miguel Ángel Buil, fue vital. Y que él, a su vez, me llevara a una maravillosa fisioterapeuta llamada Ani, fue mi tabla de salvación definitiva. Los tres fueron en realidad quienes me mostraron el camino para salir del túnel y quienes me llevaron, en volandas, al final de él. Tenía cuatro semanas, quizá algo menos, para plantar cara a una lesión que se había empeñado en reventar mi reto (runner) más ambicioso del año. Ellos, junto a mi familia y mis amigos -y en especial el grande de Jens- fueron la clave de todo. Los verdaderos ganadores de mi maratón.

Renuncié a la Behobia, con un berrinche total –a lo niño malcriado-. Rodé suave, tras un reposo obligado, unos días con dolor en el costado como compañía inseparable. Me chequeé y, siempre asesorado por mis ángeles particulares, lo que era negro se fue tiñendo de colores. Suaves, pero colores. El medio maratón en Paterna, organizado por Cárnicas Serrano –gracias por vuestro cariño y apoyo Carmen y Álex- fue la prueba de fuego. Luego ya fue cuestión de coraje, quitar dramatismo y apostar ir a por todas.

Salida de la media maratón de Paterna el pasado noviembre.

La media de Paterna, una prueba de fuego

Es una de las medias más duras que tenemos cerca de Valencia. La de 2022, dentro del campeonato de España, especialmente lo fue por el calor. Este año era más llevadera aunque seguía estando en el entorno del polígono y continuando con sus desniveles. En cualquier caso, para mí, era esperanzadora. La prueba de fuego. Superados esos 21,1 kilómetros con la lesión como compañía comencé a creer, de nuevo, que podría llegar al Maratón. El sueño se volvía a dibujar en el horizonte.

El viernes fui a una alocada feria del corredor convencido de que la peor parte de mi maratón ya había pasado, sin haber cruzado aún la línea de salida. Sabía que iba a correr y que, si engañaba a los dolores, podría, incluso, terminar. Y me cogí a esos grandes soportes que son familia y amigos para creérmelo. Y a ese compañero de carreras que un buen día conocí dando zancadas por Berlín como mi mejor aliado para lograrlo. Él es hoy, el mejor complejo vitamínico que un corredor puede encontrar. Con él al lado, planteándose juntos los retos, intercambiando sensaciones y sueños aunque sea a cientos de kilómetros de distancia, sólo podemos que seguir cruzando metas. Y, además, durante muchos años.

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Eso sí, la historia de imprevistos y de desasosiegos todavía nos iba a deparar un último capítulo antes de comenzar, de verdad, la carrera. Mi buen amigo, que viajaba el mismo sábado desde Berlín vía Múnich, vio cómo todos los vuelos en la capital Bávara se cancelaban. Sus opciones de llegar a Valencia se tambaleaban. «Voy a estudiar qué alternativas», me decía por el teléfono mientras el reloj volaba. Era sábado previo a la carrera y todo se rompía. De nuevo, angustia y caída.

Llegó pasada la medianoche, cuando en el reloj ya se leía: 3 de diciembre de 2023. El día de la carrera. A esas horas, intempestivas para unos corredores de maratón que debía estar descansando desde hacía mucho, estábamos en el aeropuerto. Él, llegando vía Amsterdam. Nosotros, esperando. Su maleta no apareció, era la guinda a la discordia. Pero ya nos daba todo igual. «Nada ni nadie va a poder dinamitar nuestro sueño», nos dijimos con la mirada. Y sí, unas horas después esperábamos en la línea de salida.

La resurrección

Dormimos apenas. Unas tres o cuatro horas. Quizá menos. Le dejé a Jens ropa para correr y le adelanté mi regalo de una bonita camiseta para que pudiera ya participar con ella. Sus zapatillas nuevas, que llevaba puestas para viajar, nos salvaron la pieza más delicada. Medio número menos en el calzado para un maratón puede ser letal. «Menos mal que eres previsor y me recogiste el dorsal ayer», me dijo. Pedí que me autorizara a hacerlo primero, por miedo a los retrasos, y segundo, para evitar agobios. Aunque esto último no pudimos torearlo. En cualquier caso, ahí estábamos. En nuestro box. Yo muerto de frío. Jens, tan feliz. Como si fuera verano. Cada uno con sus pajarillos en la cabeza pero convertidos en un equipo único e invencible. Valencia estaba fascinante cuando empezamos a correr. El ambiente estaba desbordado y la emoción se contagiaba como el virus más sano de nuestro tiempo. En ese instante todo era, sencillamente, fantástico. Y aunque el dolor seguía, ya nada iba a frenarme en la travesía.

Marathon Photo
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Jens y yo fuimos juntos mientras pudimos. Con los kilómetros cada uno cogió su mejor ritmo. Con naturalidad. Sabiendo que, aunque uno fuera adelante y el otro detrás, seguíamos corriendo juntos. Seguíamos unidos por esa interminable línea azul camino de la meta. Ese camino que entrelazaba el abrazo del gentío hacia los corredores con el esplendor histórico de una ciudad única. Las palmeras imponentes en Viveros; Mestalla mirando de reojo; Santa Catalina diciendo 'Hola' al final de la calle La Paz… Fue, para mí, una carrera de menos a más. Chequeando constantemente. Frenando, de tanto en tanto, por el dolor. A cada zancada admiraba más a los voluntarios. «Réflex, réflex… por favor», pedía casi sin frenar… Y ellos, se volcaban. Quería apretar, me sentía bien, estaba siendo tremendamente feliz. Estaba viviendo un capítulo imborrable de vida.

«A partir de los 30 kilómetros, comienza el festival», me dije. Y sí, a partir de ese instante me vine arriba. Me crecí. Cambié el famoso muro por mi Itaca. Sabía, lo sentía, que ya nada iba hacerme renunciar a la carrera que, hasta hacía unas semanas, parecía imposible para mí. En la plaza de Toros me subí a una nube. En la calle Colón, a otra algo más alta y fantástica. Arropado por miles de voces, corrí junto al viejo cauce atravesando la estratosfera de mis sueños. «¡Venga Jesús, chulo… que tú puedes», me gritaron. «¿Chulo?», me reí. Cuando el suelo se hizo moqueta y fue azul, entonces, alcancé mis estrellas. Toqué la gloria.

La gloria

La gloria… Sí, llegó. Cuando uno cruza la meta tras recorrer esos 42,2 kilómetros. Que en realidad, es mucho más. Es cruzar la meta a cinco meses de entrenar, de batallar con el calor o la lluvia, de creer en ti y de tener fe. La gloria llega cuando cruzas la meta y descubres que tras ella te esperan miles de historias diferentes de corredores que viven cada uno su particular estallido de emoción, que sonríen o lloran aturdidos y entusiasmados…..

En mi caso, lo primero que hice fue enviar un mensaje a Garay en el que alcance a decir tres «gracias» seguidos antes de que la voz se entrecortara. Hice lo mismo con mi familia. Saludé a un amigo de los buenos -largo y sabio en las cosas del correr- que andaba por allí. »¿Qué tiempo has hecho?», me preguntó. Sencillamente, no lo sabía. No me importaba, incluso. Eufórico, sólo esperaba reencontrarme con Jens. Que cruzara él también su meta. Cuando lo hizo, cuando terminó su segundo maratón en sólo dos meses –tras coronarse en Berlín- y tras un viaje hacia Valencia para olvidar, la verdadera emoción pudo con los dos. Y sí, lloramos. O flotamos. O acaso, volamos. O sencillamente ejercimos de grandes amigos forjados a golpe de zancadas, sueños y verdad. La amistad que nació hace dos años, sin que lo supiéramos, tras cruzar la puerta de Brandenburgo.

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Hubo compañeros que se retiraron, pero fueron ganadores. Hubo gente que no corrió, pero lo hizo a mi lado porque siempre ahí han estado. Hubo ángeles que te ayudan, y que te recetan antiinflamatorios, o que juegan con tus músculos poniéndolos en el sitio. Hubo voluntarios -como Susana, a la que eche de menos-, que volvieron a demostrar con su generosidad qué grande es nuestro lado más humano. Hubo, en esta historia, quien me oriento por el camino; quien me dejó salir de la cama a correr mientras a ella le quedaba en casa la otra parte menos divertida; y quien me telefoneó y me dijo que lo lograría. Y hubo caída; y resurrección... Pero, por encima de todo, hubo gloria… Y un amigo alemán para toda la vida que es, para mí, pura vitamina a lo hora de correr. Algo que no dejaré de hacer mientras el cuerpo mantenga su épica y en mi alma rezumen las utopías. Porque, para mí, con las zancadas nacen los sueños. Y sin los sueños, el maratón de la vida no tiene sentido.

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