![Medio maratón de Barcelona | Un récord agridulce en el medio maratón de Barcelona](https://s2.ppllstatics.com/lasprovincias/www/multimedia/202302/23/media/cortadas/WhatsApp%20Image%202023-02-23%20at%2016.52.11-RSiV7oHrRGghV4wfsqAJ8dI-1968x1216@Las%20Provincias.jpeg)
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Hacía frío y humedad. Seis grados; quizá cinco. Las calles estaban mojadas. Resbalaba. Era la bienvenida que me daban los baldeos matutinos. Barcelona todavía bostezaba. Grupos de jóvenes –y no tanto- apuraban la madrugada antes de cerrar su particular noche de algarabía. Corría empaquetado de arriba a abajo: mallas, camiseta larga, cuello tapado, gorro, guantes… Del Born a la plaza de Cataluña. En las Ramblas me dejé llevar hasta Colón y vuelta hacia arriba. Los lateros ofrecían cervezas. La policía local dispersaba a quienes quedaban haciendo corrillos y prolongando la cháchara. Una pareja de 'runners', extranjeros de pura cepa, me saludaron con una sonrisa cómplice. «Estamos chalados correteando a estas horas», pensé yo. Pensaron ellos. Era sábado. 18 de febrero. Seis y media de la mañana.
Debía oxigenar mis piernas; recordarles, tras una semana indisciplinada de entrenamientos dispersos y mal llevados, que el domingo teníamos una cita ilusionante. En apenas 24 horas, el novato se estrenaba en una carrera, en una media maratón, muy especial. Lo era porque, primero, con ella iba a recorrer las calles que pateé una y otra vez en mis tiempos de universitario –cuando soñaba con ser un periodista entregado a la radio y, sin saberlo, se estaba fraguando un discreto plumilla que iba a recalar en LAS PROVINCIAS-. Segundo, porque con ella daba el salto a otra de las citas atléticas que han conquistado este año mi calendario. Y tercero, y para mí más importante, porque me iba a reencontrar ese mismo sábado con mi buen amigo Jens, aquel colega con zapatillas que incorporé a mi vida el día que coincidimos dando zancadas en la media de Berlín. Parece que seamos amigos de siempre, pero en abril hará sólo un año.
Tras el rodaje de unos 40 minutos suaves y cargado de dudas sobre la carrera del domingo, me cité con un desayuno de los de cargar pilas y partí hasta la feria de Barcelona, a donde me esperaba el dorsal -5731- y la bolsa del corredor. Iba con mi constipado habitual. Aflora siempre días antes de la carrera. No sé si porque bajo defensas o por nervios. En cualquier caso, tenía la ilusión intacta. Allí, junto a las escalinatas de Montjuïc, me cite con Jens y su amigo Marcus, los dos recién aterrizados de Alemania. Llegaron dispuestos a comerse la ciudad condal. Como corredores y como turistas. Hubo abrazos, fotos de reencuentro, intercambios de confidencias y batería de recuerdos. La última vez que corrimos juntos, de hecho, fue en Valencia. Vivimos una montaña rusa de emociones que ya es inolvidable.
Excitados ante la cita del domingo, en plena feria del corredor, hicimos un análisis muy doméstico del trazado: ojo que, en el inicio, las calles se estrechan y seremos muchos; ojo que, en la zona del Paral·lel, hay desnivel y hay que estar muy contenidos; ojo que, superada la subida, nos vamos a disparar y debemos controlar el ritmo… Y hubo más ojos que eran, como siempre, pura especulación o estrategia de ir por casa. Aunque divertido. Porque, en realidad, lo que estábamos haciendo era ir cimentando juntos la historia de un nuevo reto. Y, además, estimulando la creencia de que podemos alcanzar una nueva meta. Eso que Luis Landero describe como pocos en 'El Huerto de Emerson': «Basta levantarse una mañana con ganas de hacerlo, la fe ciega en uno mismo y amor innegociable a la libertad, porque la voluntad, la fe y la libertad nos harán fuertes y audaces, y con eso ya tenemos andando un trecho del camino». Jens y Marcus se fueron a turistear tras nuestro encuentro. Nosotros a callejear por viejos rincones. El día después nos íbamos a volver a ver a la sombra de un arco de triunfo.
El domingo me desperté temprano y nervioso. Con la incertidumbre del aprendiz y con el entusiasmo por volver a correr. Estaba excitado por el ambiente y el escenario, preocupado por el frío y ensimismado ante el goteo de runners -de aquí y de allá- que pululaban hacia los boxes de salida. Llevaba una camiseta ultra especial –por lo que significa- y mis zapatillas invencibles -¡mis guerreras, que me angustia pensar que un día tendré que relegarlas!-. Fui sin auriculares y con la lección aprendida. Me quedó grabada en el maratón de Valencia cuando un buen amigo, con cantina y largos tragos de sabiduría, me hizo ver que lo mejor era gozar de los sonidos de la ciudad. Y de su gente. Él lo sabe bien: es de los que más aman este deporte en general y el atletismo valenciano en particular.
A las ocho y media comenzó la fiesta. Partí junto a mi colega Jens. Su amigo Marcus estaba ubicado en otro box. Éramos una multitud. Y en medio de ella salimos. El recorrido fue impactante –quizá solemne- a tramos: rozar las ramblas, bordear la escultura de Colón, dejar el mar a tus espaldas, encarar las grandes avenidas del Plan Cerdà libres de coches... Fuimos lentos al inicio, en exceso, por la densidad de corredores y por el miedo a los primeros kilómetros con desnivel; afrontamos el segundo tramo con más intensidad pero controlando, y perdimos chispa –o no tuvimos la que esperábamos- entre los kilómetros 10 y 15 porque algo fallaba. Yo (que creo que vivo de la renta del maratón) apretaba y Jens (que arrastra problemas físicos que supera con una fuerza de voluntad impresionante) se resentía. Yo frenaba y él sufría. Él intentaba apretar y yo padecía. Al final, se impuso la complicidad de la amistad. «Go, Jesús; go, go….», exclamó. En el kilómetro 16, dejé a Jens atrás. Al final aprendes que, a veces, ser solidario es justo hacer lo contrario a lo obvio. Dejándole libre, en su libertad para correr, le ayudaba a acercarse a la meta. Me revolví, eso sí, de rabia por no poder acabar juntos, por no cruzar la meta juntos. Pero era lo que el destino nos deparó. Y sí, corrí con ansia, algo de rabia y resignado a no conseguir la foto soñada cruzando la meta juntos. Quizá un día ocurra. Batí mi récord personal en los 21.1km, pero lo hice solo.
Cada carrera te enseña algo nuevo. Te da una nueva lección de vida. Porque es ella, y no tú, quien te dice cuando pasarás de verdad la meta. En Barcelona, yo la atravesé no cuando superé el cronómetro oficial, sino cuando me reencontré a pocos metros del final con Jens y Marcus -que había salido en otro box-. Sentí haber cruzado la meta cuando fuimos juntos –y tremendamente felices- a por nuestra medalla y a por un buen pedazo de pizza.
A los tres nos queda una próxima cita en Berlín. Y nos queda seguir intentando la foto ansiada. Quizá llegué. O quizá no. Sea como sea, por el camino, nos quedan muchos otros sueños individuales que son, en el fondo, compartidos. Porque de esto va ponerse las zapatillas y atarse a un dorsal. De correr todos a una. Aunque cada uno vaya a su ritmo y con su vida. Es, sencillamente, eso que llamamos libertad. La innegociable libertad que decía Landero y que, como defendía Clara Campoamor, se aprende ejerciéndola.
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Jon Garay y Gonzalo de las Heras
Equipo de Pantallas, Leticia Aróstegui, Oskar Belategui, Borja Crespo, Rosa Palo, Iker Cortés | Madrid, Boquerini, Carlos G. Fernández y Mikel Labastida
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