Hay un maravilloso poema de Benjamín Prado titulado 'Las reglas del juego' en el que aparece este verso: «Me conformo con más de lo que me merezco». En la vida en general, en lo personal y en lo profesional, creo que esas palabras cuadran a la perfección con lo que siento. Especialmente en su segundo tramo: «más de lo que merezco». Y si acerco el microscopio a alguna de mis múltiples vidas, por ejemplo a la que dedico a corretear por el asfalto, ese verso resuena todavía con más eco en mi cabeza. Porque, reto tras reto, observo cómo voy superando metas que jamás sospeché que lograría. Y que, además, las alcanzo con sacrificios, sí; pero, por encima de todo ello, disfrutando y embadurnando de absoluta felicidad cada una de mis experiencias. Porque, dejándome llevar por las zancadas, veo cada vez las ciudades más bellas; conozco cada vez gente más interesante cuyas experiencias me animan a seguir adelante; y descubro cómo ese hábito de vida me está sirviendo para conocerme, para domarme, para mostrarme los lados de la vida más gratificantes. La vida que está repleta de desniveles, de precipicios, de vaivenes… pero, a su vez, de pequeñas metas, cada una con su medalla. Como la medalla de Susana, que fue la verdadera sorpresa de esta historia con zapatillas que te vengo a contar.
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En la media maratón de Valencia volví a sentirme privilegiado. Primero, por descubrir en mi interior ese gusanillo que se apoderaba del estómago cuando, de chaval, el profesor de turno te hacía salir a la pizarra a resolver un problema matemático imposible o cuando emprendías un viaje excitante con amigos, en el que todo estaba tomado por el paisaje de la juventud liberada. Desde hace un tiempo, cada carrera me vuelve a ocurrir. Sea la que sea. En Tous o en Torre Conill, en Moixent o un barrio de la ciudad a donde toca carrera popular. También cuando la cita es mayúscula, como la de Valencia. Más si te vas fuera. En Barcelona, Budapest o Berlín… De hecho, todas las citas de las superhalfs son sinónimo de avalancha de mariposas en el estómago.
La iniciativa consiste en superar las medias maratones más representativas de Europa en un ciclo, hasta ahora, de tres años. Valencia forma parte del selecto club junto a Lisboa, Praga, Copenague y Cardiff. A partir de 2024 se suma Berlín y se amplia el plazo para hacer la ruta de las seis carreras y lograr la medalla que simboliza que has logrado la pequeña hazaña. Una maravillosa oportunidad para conocer ciudades, gente de otros países y, por encima de todo, disfrutar recorriendo calles de ciudades repletas de historia. Y de historias.
La media maratón de Valencia fue un remolino de gozos que salió de mi estómago y lo centrifugó todo. Lo fue porque la carrera estaba bien trazada; porque la animación se hace cada año más auténtica y más espontánea, y porque es endiabladamente rápida y eso hace que, los que corremos, nos vengamos arriba. Creemos, inocentes, que volamos sin saber que en verdad, flotamos.
Aunque, en realidad, más allá del trazado está el plan de José Garay para el maratón, que da sus frutos. Porque ese cuerpo que soporta mi cabeza y el corazón acaba aliándose con mis piernas y coloca –eso es una sensación- alas en los costados que me hacen ir más rápido de lo que nunca pensé. Correr como jamás sospeché. Tanto que casi aún no me lo creo. De hecho, aunque quienes me acompañan por la vida siempre se burlan de mí, antes de cada carrera siempre me digo: «a ver si puedo con ella». Porque soy de los que piensa que la fiesta se celebra cuando te la has ganado y no antes. Sencillamente porque cada cita con el asfalto es un mundo; y tu cuerpo y tus pensamientos son tremendamente caprichosos a la hora de decidir si te dan la venia para batir tu propio récord personal o si te frenan porque, en esa ocasión, quizá no mereces tanto. Como en el verso de Prado.
No merecí –o sí- romper mi techo personal de esta forma en la 21km que avala la Fundación Trinidad Alfonso. No lo sé. Pero más allá de eso, lo que realmente me gustó es que me encontraba bien corriendo. Sin frenos físicos ni mentales. Y me gustó porque disfruté del recorrido. De sus gentes y de su paisaje: de la avenida de Viveros y su insigne palmeral; de la fachada del Bellas Artes y de la batucada que sonaba sin parar; del aterrizaje en la Plaza de España y de la majestuosidad de las torres de Quart y de Serranos; de lo enorme que es correr por medio de la calle Paz con Santa catalina asomando en el horizonte, cruzar Colón y bajar por la vera del río –como cuando en el Maratón rozas el final y sientes el delirio-.
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Me gustó eso. Pero, aún más, lo que me ocurrió el día después de la carrera. Cuando crucé la meta con la respiración entrecortada por mi caprichoso sprint; cuando caminé como un corredor errante en medio de decenas de corredores excitados cada uno por su hazaña; cuando busqué, emocionado, miradas cómplices y vi, tras la reja, la de mi ferviente animadora que me acompañan a donde voy. Me gustó cruzar la meta, sí, pero aún más ver a dos colegas que se abrazaban ante mi tras haber terminado y caminaban entrelazándose llenos de júbilo; y eso me hizo acordarme de mi amigo y talismán en esto del correr llamado Jens, que ha pasado a ser la mejor meta que he podido encontrar entre tanta carrera.
Y sí, me gusto muchísimo, llegar hasta donde esperaban las medallas que, de alguna manera, sellaban la hazaña y daban crédito a lo que te había pasado. Y buscar allí el abrazo simbólico de ese voluntario o voluntaria que te cuelga el metal plateado tras esos 21,1 kilómetros de excitación desbocada.
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Un instante mágico que inmortalicé con mi móvil –deformación periodística-. El instante en el que, hasta entonces, una desconocida para mi, Susana, me colocaba la medalla con una sonrisa enorme. Su medalla, que era la mía. Una medalla y unas miradas llenas de complicidad y que creo, sencillamente, que hablaban de felicidad. Una felicidad compartida. De quien corre y de quien hace posible que lo hagamos. Esos voluntarios, como Susana, que son con su presencia los que amortiguan nuestras zancadas.
Subí la fotografía de Susana a mis redes sociales. Ella, para mi sorpresa, la vio. E imagino que se sorprendió. Y me escribió. Y me dio gracias por reconocer la labor de los voluntarios. Me dio, nos dio, a los corredores las gracias por reconocer su labor. Y fue, sin duda, el acto de generosidad más hermoso que podía regalarme esta 21,1km. La generosidad de Susana, de cada uno de los voluntarios que se hacen posible esta extraordinaria aventura.
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La generosidad de un deporte en el que la verdadera magia está, no tanto en batir récords o ganar medallas, sino en las personas que rodean y levantan cada carrera. Los que hacen posible que la ciudad se llene de zancadas. Un policía, un sanitario, un entrenador, un conductor de la EMT, quien prepara el agua, quien recoge las botellas, quien reparte el plátano…. o quien te pone la medalla. Susana y todos los miles de voluntarios y trabajadores que nos permiten, aquí o allá, hacer posible la hermosa hazaña de retarte a zancadas con el dorsal de la felicidad cosido con imperdibles a tu corazón.
No sé si Valencia cuenta con la mejor media maratón del mundo. Sí que sé lo que a mí me dio. Valencia y tantísimas otras grandes y pequeñas carreras que son, pequeñas experiencias que te destripan la esencia de lo que es vivir. Y que, como reza el verso de Benjamín Prado, te acaban dando quizá más de lo esperado. «Me conformo con más de lo que me merezco».
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