La democracia en América' es el título de un libro de Alexis de Tocqueville publicado en dos volúmenes y que debería ser de obligada lectura ... para todos los bachilleres. Recordemos que en 1831 Alexis de Tocqueville y Gustave de Beaumont realizan un largo viaje a Estados Unidos para elaborar un informe sobre el sistema penitenciario. El informe tuvo una importancia histórica menor. Lo que de verdad ha trascendido fueron las notas con las que publicó este clásico del liberalismo político, sin el que no entenderíamos nada del constitucionalismo europeo posterior a 1945, cuando aquellas élites de la posguerra promueven sistemas equilibrados entre la libertad y la igualdad. Equilibrios inestables de justicia imperfecta para evitar la tiranía del puro mercantilismo global, del desorden revolucionario y de los totalitarismos vigentes, equilibrios amenazados por un despotismo suave o blando al que llegan las democracias cuando sacrifican la libertad, la creatividad y el talento en los altares del igualitarismo social y administrativo.
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Unos equilibrios difíciles que Tocqueville observa en la pluralidad de confesiones religiosas que organizan la vida democrática. Se fija de manera especial en las costumbres o hábitos sociales que nacen de diferentes confesiones o credos religiosos en el mismo espacio público. Conocedor de Pascal, los llamaba «hábitos del corazón» porque eran prácticas de respeto, ayuda mutua, compasión, reciprocidad y formación del carácter que conformaban el fundamento de una vida democrática que no estaba en la obligación o coacción legal, sino en la obligación que nace de la vinculación social o confesional. Unos equilibrios en los que, por entonces, nos fijábamos los europeos porque permitían unos sistemas constitucionales de la posguerra que evitaron el confesionalismo inglés y el laicismo francés.
La escenificación de la democracia algorítmica y plutocrática que Trump está realizando nos exige repensar nuestros hábitos del corazón 'sin' esta América. Creíamos que las relaciones comerciales y la apertura de los mercados orientarían nuestro cosmopolitismo hacia la paz perpetua, que no era posible un retroceso oligárquico hacia democracias iliberales o mandatarios autocráticos, porque la economía del bienestar promovería sociedades justas. Creíamos que nuestro liberalismo o progresismo podrían mantenerse tutelados con la seguridad y defensa nacional o patriótica que hicieran otros. Incluso llegábamos a creer que nuestra democracia liberal se sostenía por sí misma despreciando lo mejor de Atenas, Grecia y Roma, tejiéndolo con mimbres de atomismo, secularismo, ateísmo o relativismo moral. Parece claro que, con ella o sin ella, América nos empuja a seguir buscando lo mejor de nosotros mismos.
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