Rara es la semana sin noticias que incrementan la desconfianza en la justicia. No me refiero únicamente a la jungla de salas y tribunales donde hemos comprobado que el Constitucional ha tirado por tierra la energía de miles de profesionales de la justicia animados para ... luchar contra la corrupción. Tampoco a la 'progresista' ley de Amnistía y los vericuetos de su aplicación que convertirán a los animadores del Tsunami democrátic en pícaros héroes del soberanismo. Me refiero a algo tan sencillo como la transmisión de una convicción básica en la ética cívica de tradición socrática: la dignidad, el honor, la rectitud de conciencia y el bien no pueden depender de la fuerza, el dinero, la moda, los miedos y el silencio.
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Incluso de los miedos y el silencio, porque el fracaso de las democracias está relacionado con la espiral del silencio que se produce cuando el ciudadano valora más la cómoda seguridad que el incómodo compromiso por la verdad. No hace falta leerse a Levitsky o Noelle-Neumann para confirmar algo que vemos a diario. Bastaría reconstruir el andamiaje que han construido los teóricos iliberales y populistas del Derecho que ya no se conforman con el positivismo de Kelsen o las teorías alternativas del derecho. Vuelven a una simplificación polarizante que alimentó a fascismo y totalitarismo: la dialéctica amigo/enemigo. Y además lo hacen, como entonces, para promover digital y administrativamente la felicidad pública. Desde los ERE de Andalucía hasta el Bono cultural-jeta para jóvenes, pasando por la legitimación del movimiento Okupa y los chiringuitos de la diferencia, todo se hace plausible y bueno para felicidad pública.
Fíjense que no se trata de orientar la actividad política o administrativa para crear las condiciones del noble ideal de la felicidad personal. No se trata de promover la igualdad de oportunidades, la capacitación de personas con diversidad funcional o de compensar situaciones que la naturaleza o el azar hayan causado. Se trata de promover una determinada forma de entender la felicidad pública, directamente relacionada con los deseos epidérmicos, el consumo acelerado, el individualismo gregarista y la digitalización de las conciencias. Cuando los poderes públicos se proponen hacernos felices a todos de la misma forma, entonces ponen en marcha los caminos para la servidumbre voluntaria y una de las prácticas más perversas del realismo político: el despotismo. Si fuera un despotismo ilustrado, todavía cabría algún sentido de la justicia. Al ser adanista, digital y aborregador, las masas lo reciben con fruición, como Juvenal describió la política de su tiempo: «Pan y circo».
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