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Esta semana me encontré en todas las dependencias administrativas de la Universidad de Valencia un documento sin firma, sin membrete oficial y, aparentemente, sin ningún responsable del mismo. Decía así: «Se comunica que a partir del 1 de septiembre de 2023, los miembros de la ... comunidad universitaria, tendrán la obligación de relacionarse con la Universidad de Valencia por medios electrónicos'» Pregunté de dónde procedía esa «nueva obligación», en qué artículo de los estatutos, en qué parte del Estatuto de Autonomía o incluso en qué artículo de la constitución. Los responsables me dijeron: «viene de arriba», lo que en este caso se entendía de manera literal porque las autoridades que habían dado la orden estaban en las plantas superiores.
A estos mismos responsables les pregunté si eran conscientes del sentido, valor y alcance del documento. Con amabilidad me dijeron que cumplían órdenes y que esa 'nueva obligación' no estaba exenta de problemas prácticos con determinados colectivos como los de la Nau Gran. Un colectivo numeroso porque cada vez son más, las personas mayores que acuden a la universidad a emprender una jubilación culturalmente activa. Recordemos el caso de nuestro vecino Carlos San Juan que emprendió hace unos años una campaña que ha puesto en jaque la digitalización acelerada de las oficinas bancarias. Y también conviene recordar que además de enfrentarnos al problema de la brecha digital, el problema que aquí se plantea no es el del 'apagón digital' sino el del modelo de ética pública que debería regular las relaciones entre las administraciones y la ciudadanía.
Los responsables de las administraciones deberían analizar esta aceleración desbocada que han emprendido hacia la digitalización. Sin negar el valor de la administración electrónica para facilitar los trámites, estamos asistiendo a una deshumanización y despersonalización de los servicios. Los datos de Foessa y otras fundaciones apuntan al 17% aproximado de la población que será descartada. La integración propia de una ética a la altura de nuestro tiempo no se consigue regalando dispositivos electrónicos a los mayores o incrementando aplicaciones digitales, se consigue con estrategias de personalización real y corporal, no abstracta, esto es, de rostros personales de servidores públicos eficientes. Trabajadores como los que ahora atienden vecinos y apagan las llamas, profesionales con los que fortalecemos algo tan revolucionario como el sentimiento de pertenencia, la confianza mutua y el coraje de una ciudadanía vecinal, ejecutiva y carnal, no virtual. Algún día, nos encontraremos trabajadores de carne y hueso que nos dirán con amabilidad y respeto: «disculpe, no le puedo atender, vuelva usted mañana».
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