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El pasado jueves en el colegio Mayor Rector Peset presentamos 'Aluzar', una alianza para promover el diálogo entre religiones. En ese espacio, Swami Rameshwarananda, director de la Escuela Europea de Yoga Vedanta y presidente de 'Trascendence' (Foro Interreligioso Internacional), comentó que en una universidad de ... Inglaterra propuso la creación de una Cátedra del Silencio. Comentó que una parte del auditorio estaba sorprendida porque parecía contradictorio que en una universidad se dedicaran espacios y tiempos para el silencio. Una sorpresa que aún asalta a los lectores de este artículo porque consideran que la universidad es un espacio para la palabra, la comunicación entre especialistas, la formación o la capacitación para el ejercicio profesional.
Aunque resulte difícil de entender esta reivindicación, cuando este líder religioso la hacía no era para que la comunidad educativa estuviera calladita y renunciara a su obligación de ofrecer espacios para la búsqueda responsable de la verdad. Se refería a un generativo silencio que está en los márgenes y casi condenado al olvido en la sociedad del consumo, del entretenimiento y de la productividad. Algo se está moviendo la educación y la sociedad civil cuando cada vez se oyen más voces que reclaman el silencio generativo que aún cultivan determinadas tradiciones de espiritualidad, sean orientales y occidentales. No se puede confundir con la ausencia o negación de la palabra sino como el espacio antropológico que la hace auténtica, sincera y generadora de respeto comunitario. Ciertamente es el silencio de este líder religioso budista, pero también de numerosas comunidades religiosas que muestran el valor cívico de la oración, la meditación y el encuentro cordialmente íntimo con Dios.
Algunos espacios educativos se han resistido a rehabilitar la capilla que tenían, pero han creado 'salas para al bienestar' o incluso 'espacios para el ensimismamiento o la meditación'. No se trata de un tema baladí porque el porcentaje de miembros de la comunidad educativa atiborrados de conexiones, adictos al laberinto de las redes o con problemas graves de salud mental es cada vez mayor y más preocupante. No basta con el asesoramiento psicológico o psiquiátrico, hace falta un cambio en la mentalidad instrumental, productiva y mecanicista de profesores, padres y educadores para reconocer el valor de una salud mental integral, que debe replantearse en la gestión educativa porque aún excluye, margina y ridiculiza la espiritualidad, la religiosidad, la meditación y todo aquello que tiene que ver con la vida religiosa de la gente.
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