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El año que nos deja ha sido el de los puentes rotos. Un año para autodestruirnos. El año en el que levantamos nuevos muros entre ... nosotros pese a que el planeta se iba encogiendo. En el que alzamos vallas, pese a que todo era global. Ha sido el año de las divisiones y la crispación; de lo hiperbólico y la necedad. Un año en el que hemos sido tan tremendamente insensatos que hasta la propia RAE ha elegido 'polarización' como la palabra de 2023. Y ha sido así, sin que a nadie le sorprenda, porque tras ella se esconde la esencia de lo vivido en lo político, social y económico. Un año de división y estulticia.
Lo hemos padecido, en buena parte, como consecuencia de unas elecciones encadenadas en las que Carlos Mazón y María José Catalá saltaron al primer plano de la política valenciana, cada uno superando su meta. Y en la que Pedro Sánchez ha logrado mantenerse en la Moncloa con un trepidante ejercicio de resistencia -en algunos momentos rozando el esperpento-. Elecciones aderezadas cada una de ellas con sus tensas campañas, en las que la polarización entre españoles se fue acrecentando y amplificando. Quizá, incluso, exagerando hasta creérnosla. Y se ha propiciado, en parte, con acciones, discursos y declaraciones desatadas de representantes políticos: a veces dramáticas y apocalípticas; a veces trufadas de imprecisiones y egos; a veces convertidas en sainetes y libelos. Del Perro Sánchez al 'me gusta la fruta'; de las protestas ante las sedes del PSOE a los pactos inquietantes con prófugos independentistas y formaciones con condenados por terrorismo. Todo ha sido extremo, tremendamente tenso y difícilmente reconducible porque los posibles puntos de encuentro se han ido dinamitando: convirtiendo el diálogo en una utopía -sólo válido para vender una fotografía-, haciendo imposibles los pactos de Estado -cuando son la única vía de salida a la crispación como forma de vida- y reventando los consensos, porque nadie quiere ceder en su estrategia política pese a que el interés de la ciudadanía sería lo que, de verdad, debe prevalecer.
La polarización amordazó la esencia de la política en un año en el que, además, la crispación llegó a donde menos se le requería. Vimos cómo los crímenes machistas crecían y, en vez de trabajar unidos por acabar con esta lacra crónica y creciente, ellos se preocupaban más por los mensajes de las pancartas que por ir de la mano en contra de quienes ejecutan con su violencia la vida de mujeres. Vimos cómo la selección española de fútbol femenino ganó el Mundial, pero un beso forzado reventó el aplauso merecido a unas futbolistas a las que se les debe, con urgencia, dispensar un trato igualitario. Y vimos, en el mundo de la cultura, donde la libertad de expresión debe ser bandera infranqueable, cómo llegaba una casposa e incomprensible censura propia de dictaduras.
La desmoralizante guerra de Ucrania, las crueles matanzas en Gaza, las interminables muertes en el Mediterráneo de quienes anhelan una vida mejor en Europa, la hambruna silenciada en el cuerno de África, la pobreza acrecentada en nuestro país y fuera de él, la llegada de líderes políticos internacionales con discursos excluyentes y con el ataque verbal como arma, el señalamiento constante a colectivos vulnerables..., han sido realidades que han impregnado de aullidos y grietas el relato de un año en el que cualquier opción de entendimiento fue dinamitada en todos los ámbitos y en cualquier lugar. En lo global y en lo local. Por eso, tras el reguero deshumanizante que deja el año perdido, debemos asumir un 2024 en el que, por imposible que parezca, tendríamos que intentar convertir la tierra quemada en invernadero de concordia. Cada uno en su ámbito y responsabilidad. Y hacerlo en lo pequeño para llegar a lo grande. Una forma de vida, en lo doméstico y en lo profesional, que permita frenar esa dinámica de destrucción de puentes, facilitar la política de las manos tendidas y favorecer la llegada de los pactos y de los puntos de encuentro. Porque sin ellos sólo queda la deriva.
La Comunitat Valenciana ha sido siempre -puede serlo aún más- ejemplo de ello. De diálogo y consenso, por muy franciscano que suene. Ximo Puig supo hacer de su talante la mejor tarjeta de presentación en la política. Mazón ha demostrado que tiene formas y madera para ello. Juntos hicieron una transición limpia y sin estridencias. Lo mismo hizo Joan Ribó con María José Catalá en el Ayuntamiento de Valencia, donde las formas han sido algo más que correctas. Y hasta el olivo que el alcalde le regaló a la alcaldesa sigue en el despacho oval del cap i casal como claro ejemplo de lo que debe ser la política. Sin embargo, lo anecdótico y simbólico debe trascender y, dando un paso más allá, materializarse en hechos palpables que beneficien a su ciudadanía. Que nuestros políticos, cada uno desde sus bastiones ideológicos, sepan hacer de su profesión un ejemplar ejercicio de buenas formas es fundamental. Y que, además, lleguen a ofrecer -aunque sea por misericordia con sus votantes- pactos que vayan más allá del color político es prioritario cara al mañana. En 2024 debemos reconstruir los puentes y, una vez logrado, atravesarlos. Y hacerlo en código valenciano, para demostrar el valor de nuestra tierra como marca propia. Poniendo el acento en quienes somos y nuestras fortalezas; juntos, respetando las diferencias y asumiendo alternancias y sacrificios. Sólo así habrá futuro.
Domingo, 31 de diciembre. «Trata de mantener siempre un trozo de cielo azul encima de la cabeza». Marcel Proust.
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