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LA POLÍTICA

El año que nos partió el corazón

Tal vez aún estemos a tiempo de que se transforme en herramienta de gestión y no en espectáculo de vanidades, banderas y demagogias partidistas

Rafa Lahuerta Yúfera

Sábado, 28 de diciembre 2024, 23:48

El año empezó torcido. En enero, un SMS inesperado volvió penumbra lo que anunciaba luz. La promesa de una conversación inagotable mutó en reloj de ... arena. Por esos mismos días acabé una novela que no sabía si sería libro o carne de olvido en un cajón de casa. En una primera instancia se titulaba Finlàndia y sólo tenía una lectora. Cada mañana le enviaba una postal desde Helsinki, Alboraia. Ella se columpiaba en un trapecio. A veces contestaba, a veces no. Yo sólo quería que sonriera, que mis palabras le ofrecieran calor y esperanza. En febrero, el fuego y el viento desarbolaron los atardeceres suaves de Campanar. La conmoción se tiñó de humo y ceniza. El puñetazo nos pilló a todos con el paso cambiado, en vísperas de unas fallas que ya no tuvieron el color festivo de los días luminosos de marzo. El churrero solitario dejó su rastro de melancolía en la avenida del Puerto y la ciudad se sintió herida: en su conversación y en su fisonomía. La incredulidad confirmó algo que viene de lejos: las ciudades milenarias nunca son ajenas a las tragedias que golpean a sus hijos, y menos en Valencia, la ciudad de la luz incondicional, la ciudad que no sabe disimular sus estados de ánimo. La primavera fue una tregua. El foco se trasladó a las anécdotas de la crispación, ese mar de estupidez que vuelve tóxico el escenario de la opinión pública. Por pura salud mental me refugié en mi playa, entre libros, huyendo del ruido y la miseria moral. En verano leí la traducción al valenciano de Carme Manuel de «El río viene crecido», la novela de María Beneyto sobres las riadas de 1949 y 1957. Certifiqué una vieja intuición: Valencia es lo que pasa entre riada y riada, apenas el rumor de la elasticidad temporal con que la ciénaga se presenta ante nuestros ojos. Leer a María Beneyto me recordó a Cintia, superviviente de la riada de 1949, aquella mujer a la que acompañé mientras hacía la objeción de conciencia en el hospital de la Malvarrosa, en 1998. Cintia, que bajó de las montañas como todas las Cintias del mundo, me enseñó a prestar atención, a escuchar, a leer entre líneas la fragilidad de nuestra condición. Cintia, que murió sola en una habitación frente al mar, me susurraba algunas tardes los recuerdos de una catástrofe que el franquismo quiso enterrar con un titular a la altura de su indigencia metafísica: la riada de las chabolas.

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