El destello en la hoja de un cuchillo de cocina, niño contra niño en Alberic. El profesor de Villalonga enviado al oculista de certero puñetazo, por metiche, que quién era él para decirle al pobre justiciero cómo ha de sentarse. La proscripción del móvil, inductor ... de todo lo malo. La ensalada de neologismos, 'bullying' y 'ciberbullying', 'sexting' y 'gossip', el pan nuestro de cada día. Su aditamento, un maremágnum de estudios sociológicos que traducen a cifras -dos agresiones por jornada lectiva, diez a la semana- los minidramas humanos purgados entre cuatro paredes, unas veces de quita y pon, otras ya para siempre... Son todos ellos fragmentos de un mismo verso, satánico como los que trajeron de cráneo a Salman Rushdie.

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Agita nerviosa la madre su cucharilla en el café, rebuscando palabras para el necesario desahogo. Demasiado tiempo ya hospedada a pensión completa en el infierno. Cuenta que la tarde anterior, apenas entrevió aquel nubarrón arrugar el ceño de su hija a la vuelta del colegio, supo que tocaba de nuevo calarse hasta los huesos. Traía la niña más golpes, insultos surtidos, madera para el dietario de su psicóloga, a la que hizo una visita de urgencia. Y para otra charla con la directora. «Tenemos que hablar», piensa decirle vacía de expectativas en cuanto apure el café.

La cría, pongamos que se llama Carmen, no es ningún angelito, vaya eso por delante, que la primera vez que la sentaron hace meses en el diván del psicoanálisis no fue como víctima, sino en calidad de torturadora. Concretamente de una compañera de clase más menuda, pongamos que se llama Celia. La terapia funcionó, Carmen dejó de pegar, pero en el ring de la violencia escolar guantes y sacos intercambian papeles con naturalidad, y como al bumerán cruel jamás le flaquea la memoria, ahora que ya no zurra es ella la que recibe. Bueno, ella y la canija de Celia, siempre perdedora, dos cruces en cada una de sus monedas.

Esta vez fue en el cuarto de baño, uno de los rincones predilectos de los tres matoncillos, cuatro hostias por niña, ni mucho ni poco, la dosis diaria habitual. Ya les extrañaba a aquellas dos haber salido airosas del campo abierto del patio, pero la hora del comedor, con el descontrol que se respira en los pasillos, fue demasiado tentadora para que los pendencieros siguieran dejando engordar su ganado. Llegó Carmen a casa sin excesivas marcas, un par de moretones nuevos detectó la primera inspección ocular, pero el auténtico derrame iba por dentro y apenas vomitó su angustia salieron pitando hacia la consulta de la psicóloga, que ya sabe ella cómo manejar estas situaciones. El relato trasciende y las lágrimas aguan el café ya tibio cuando la madre refiere que no le preocupan tanto las magulladuras como el cambio que asoma en el carácter de su hija, más cínica y descastada según van moldeándoselo a golpes y lindezas de ortografía distraída por whatsapp. Lamenta que esos padres no aplaquen los monstruos que crecen bajo su techo, como hizo ella a tiempo; desliza una sonrisa triste cuando le recuerdo la cruzada docente contra el móvil o el porno y demás contenidos violentos; pregunta quién pondrá puertas al campo y vigilará los diques al salir de clase, ¿esos mismos padres?... Y mientras ella lamenta, desliza y pregunta, yo decido. Si algún día piso un patíbulo, tengo ya claro el último deseo: que mi verdugo sea mayor de edad.

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