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Es uno de los hitos de la cristiandad y fuente de inspiración artística: Jesucristo entra en el templo y expulsa a los mercaderes por deshonrarlo. Aunque El Greco no repararía en mi hazaña, ni quedaría de ella más reseña para la posteridad que algún tuit ... airado, me imagino a mí haciendo lo propio en cualquiera de nuestros multicines.
Sábado por la noche. Iniciada la película asoma una familia rezagada. Tira de ella un bobo que apunta a las caras del público con la linterna del teléfono y al identificar sus butacas abre un vivo debate paternofilial sobre el orden más apropiado para sentarse. Superada la crisis del sherpa lumínico llega la del hámster, el tipo que en la fila de atrás roe nachos y sorbe Coca-Cola en Dolby Surround. Un abuelo suelta un bostezo como si estuviera en el salón de casa. Una pareja que vigila al gato por el móvil con una videocámara casera se recrea en sus travesuras, todo a tope de brillo. En las escenas sigilosas se escucha la película de la sala contigua, y el yayo somnoliento remata la fiesta con un segundo bostezo. Que sí, que un mal día lo tiene cualquiera, pero como ésta es la recopilación novelada aunque fidedigna de las incidencias de mis últimas tres sesiones en cines distintos de Valencia, la excusa de que son hechos puntuales se descarta. Y eso que excluyo, por acotar fechas, al maleducado que con toda naturalidad atendió una llamada mientras Tom Cruise salvaba el mundo.
Lo llaman séptimo arte pero para mí es el primero, un milagro, el mayor avance cultural de la humanidad, y su más que centenaria historia viene marcada por las ocasiones en que ha logrado sobreponerse a la amenaza de extinción desde la traumática irrupción del sonoro. El vídeo, que pese a los Buggles no mató a la estrella de la radio, tampoco doblegó al cine. Ni la revolución tecnológica del videojuego, el secuestro de clientes por la pandemia o la crisis económica que obliga a discernir entre lo importante y lo esencial. La batalla ahora se denomina 'streaming', traducida en más competencia (la cuota de todo un mes por el coste de una entrada a las salas), otro modelo cultural (el de las series, de menor metraje, más digerible), la comodidad (todo en casa) y una peligrosa deriva (estimulados los paladares comerciales por el opio atrapa audiencias del formato televisivo, caen los niveles de exigencia y de creatividad a ambos lados de la industria).
Frente a su cíclico ocaso, el instinto de supervivencia incorporó al cine las experiencias inmersivas, del trampantojo del 3D o el formato IMAX al chorrito de agua; los sillones reclinables a los que sólo falta servicio de pedicura; la apertura a otros ámbitos, ya sean partidos de fútbol o un karaoke con Taylor Swift, y a negocios paralelos como el de la comida, más rentables que el propio filme. Pero la única explicación para la longevidad del cine es el mismo cine. La pantalla grande, el silencio mágico, la sensación de momento único, la calidad que no se refleja en carteleras ultracomerciales, monocordes y vedadas a minorías exigentes. Sólo eso sostiene una alternativa de ocio que, no olvidemos, es cara. De cómo lo proteja pende su futuro. «En un blanco ventanal cuento mil aventuras, pero no enciendas la luz que se ve mejor a oscuras», rezaba una adivinanza que memoricé de niño. «Y en sigilo», le añadiría hoy.
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