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Solíamos referirnos a él por su sobrenombre, el Cabra, y vaya si acertó quienquiera que se lo puso, pues de haber nacido cornúpeta sus embestidas serían leyenda. Nos enviaron a aquel páter de otro colegio de la misma orden religiosa, supongo que más deportación que ... promoción interna, y no fue un buen profesor -de hecho sería incapaz de recordar las asignaturas que impartía o el curso exacto en que se cruzó en nuestro camino-, pero sin duda estábamos ante el mejor cura del centro, porque repartía las hostias como nadie. Como panes. La conversión de Jekyll en Hyde apenas le chisporroteaba el cable seguía siempre la misma escenografía, así que puestos a destacar algo bueno de él diríase que al menos lo veías venir. Primero el tembleque del labio superior. Luego un mohín delator, el vibrar de las aletas de la nariz como alerones de un Fórmula 1. Por fin el desenlace: amago de carraspera, en el fondo una exhalación profunda como ahuyentando los demonios, lenta aproximación al elegido y zas, la castaña. Generalmente la cosa no iba a más, el Cabra sabía lo que hacía, nunca dejaba moretones. Golpe seco sin llegar a mamporro, llamémosle colleja con adherencia, la justa para acompañar el rostro del interpelado hasta su encuentro con el pupitre. El murmullo estaba justificado, pues si en un fogonazo de originalidad arrastraba al afortunado fuera de la bancada no era extraño que derribara varias fichas del dominó.
El último informe del Defensor del Profesor rescata en mi cabeza el recuerdo de aquel fulano, pese a que las situaciones no se parecen y la furia en las aulas ha cambiado de sentido, unidireccional ahora del auditorio a la pizarra. Donde el paralelismo cobra fuerza es en el halo de impunidad que envuelve al pendenciero. En el caso del Cabra, cuando sacaba la mano a paseo uno (o varios) lo lamentaba y el resto reía. Acabamos tomándolo a cachondeo e incluso había quien velaba por el espectáculo, provocando sus berrinches como el bravucón que al ver las bolas destellar cita al toro a un metro del cadafal. Nadie pensó por supuesto en denunciar al maltratador, ni en el colegio ni en casa, en parte porque sabíamos que nos aguardaba un «algo habrás hecho» por respuesta, quizá acompañado de un capón paterno, y en parte por haber interiorizado que todo aquello era normal. El sumidero social tenía tragaderas muy amplias, y así fue como, en lugar de terminar en un juzgado, el Cabra vio evolucionar su apelativo hacia un cariñoso Cabreta para convertirse en el personaje más popular del centro, siempre rodeado de niños por los pasillos.
Cuarenta años después, los casos de acoso, falsas acusaciones y violencia, ahora contra los profesores, fluyen en medio de una atmósfera hoy como ayer viciada por la permisividad. A la espera del nuevo protocolo, sirven de combustible el buenismo de la administración que impulsó un sistema de mediación despenalizador de las agresiones, haciendo prevalecer la disculpa sobre la culpa, y el fanatismo en el hogar, tantos padres antes 'hooligans' cómplices que educadores. La tolerancia cero ha de saltar de la palabra al hecho. Igual que no todos valen para ejercer de maestros, como el Cabra y sus hostias sin consagrar, también hay que ganarse el derecho a ser alumno, así como exigir a las familias algún aval más que el certificado de paternidad.
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