Me espera lívida en la meta de Recoletos, ella mi Correcaminos, yo su Coyote, por más que aprieto el paso nunca le echo el guante. ... Me cuenta aún traspuesta que no lo ha visto desplomarse pero casi, ya en la recta final, a escasos metros del arco azul de Movistar, bandera blanca para la brigada masoquista del Medio Maratón de Madrid. Añade que un trecho antes cayó otro, que se lo han contado, al parecer postrado sin pulso a los pies de la diosa Cibeles. La memoria hurga en su herida, pues ya vivió algo similar en Elche, dos semanas atrás: corredor por el suelo, chica de Protección Civil que bracea entre camisetas y dorsales, «he de parar la carrera»... Aquello no debió de terminar del todo mal, 'no news good news', pero algo sabe ella de primeros auxilios y me asegura que lo que acaba de presenciar en Madrid pinta mucho peor. Un cuerpo yacente, joven -35 años, se sabrá luego-, la camiseta echa jirones, ventosas al pecho, una RCP desesperada, el primer intento de la ambulancia por remontar la marea de corredores, salmón a contracorriente, la constatación de que no lo logrará sin llevarse a alguien por delante, obligándola a improvisar una ruta alternativa... El resto del día discurrirá plácido, convertida la atleta en turista, sesión de fotos en Sol, pizzas por Chamberí, arrullo de palomas en el Retiro, pero no logrará quitarse el asunto de la cabeza. Ojalá no sea ese chico que se casaba la semana que viene, dice. Lo anunció la megafonía antes del gran chupinazo: ¡su última carrera de soltero! Lo merece tan poco como cualquier otro, le matizo. A fin de cuentas cada runner arrastra su historia. ¿Cuál sería la de este? En Gran Vía un digital la alertará de que sigue muy grave y a la espera de su tren en la destartalada Chamartín se enterará de que ha fallecido, esa mañana todo ilusiones para él, uno de los nuestros, sin imaginar que había agotado sus puestas de sol. La vida es efímera.
Reclama mi atención una voz fraterna. ¿Y si nos replanteamos el viaje de este verano? Propone cancelar el 'road trip', esa suerte de carretera y manta por el valle del Loira que llevamos meses preparando. Recita amojamados refranes, las barbas del vecino por aquí, el río que suena por allá. Recuerda que Goldman Sachs no da puntada sin hilo, repasa cuentas y se arrebuja bajo su manto de pesimismo, olvidando una máxima: la vida es sueño, no hacía falta que lo proclamara Calderón.
Mientras pongo orden en la leonera adolescente, reparo en su presencia entre el amasijo de papeles. Una lista de la compra: linterna y radio con pilas, artilugios propios de otro tiempo; medicinas básicas y un hornillo de camping; latas de conserva, acopio de papel higiénico... La vida también son pesadillas.
Asqueroso mundo al que nos enfrentamos. Aranceles y Bolsa. Pasen y vean el último grito en búnkeres. Una guerra en la puerta de casa. Un genocidio en la del vecino. Pensaba yo que la globalización era otra cosa. Cuesta asumir que nuestros biorritmos penden del desvarío electoral de un granjero de Nebraska o del impacto en las chavetas del invierno siberiano. Por todo ello me rebelo. Si mi futuro tiene tanto de moneda al aire, prefiero lanzarla yo a que lo haga otro. Minuto de infelicidad, minuto perdido. El recuerdo del runner caído apuntala mi resistencia. Carpe diem. No habrá kit de supervivencia y nos vamos de vacaciones.
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