Pringado, susurra el diablillo que sobrevuela tu oreja izquierda mientras el ángel de la derecha arranca a su arpa la séptima nota, un si de asentimiento. El reproche trae el aliento agrio del desvelo, con el domingo aún envuelto en papel de regalo y el ... primer aire frío de diciembre escupiéndote a la cara que son horas de dormir. Sin respuesta convincente a la pregunta, vestido de azul y oro como requiere la organización, llegas al punto convenido, el kilómetro 40, donde entre botellas de agua se despliega ya la unidad de chalados a la que te asignó un grupo de whatsapp llamado 'Voluntarios Maratón'. Oliendo el diablillo tu duda, qué hago yo aquí si ni siquiera voy a correr, retoma la faena donde la dejó. Pringado, insiste, y de no tener una pezuña por mano luciría ya su dedo corazón en todo lo alto. Tratando de explicarte, buscas con la mirada al gran Bekele. Camino de tu destacamento lo viste galopar imperial, dos listones de ébano por piernas, en la avenida de Alfahuir. Te sobrecogió luego su resiliencia en Trinitat, el rostro del mito ya un grafiti de dolor a punto de pintarrajear el muro maldito de los caídos del maratón. Al héroe también lo desnuda la forma en que sabe sufrir. Como temías no asoma por Jacinto Benavente. Llenan su vacío Sawe, sobrado, Geleta, doliente, Mateiko, triturado, y a su paso encaras al pequeño Lucifer. Estoy aquí por este instante mágico, le dices, pero él sabe que no es sólo eso, que hay algo más, y su sadismo ansía oírlo otra vez de tu boca. Que le recuerdes cómo las carreras populares fueron tu engañabobos para burlar a la anorexia que succionó la hemoglobina de la niña de tus ojos, dejando de ella apenas el pellejo. Zanahoria improvisada cuando el palo de la ciencia falló, ellas la sacaron de aquel pozo con olor a muerte, cinco kilometritos por aquí, una camiseta molona por allá, dejándola al fin comer a cambio de un puñado de zancadas para negociar calorías. Jugabas con fuego, lo sabías, no le queda otra al faquir, pero la cosa salió bien y una vez en marcha ya no parasteis de correr. Al verla radiante a tu lado, voluntaria también, sientes que ni la pluma de Cervantes ni el pincel de Velázquez mejorarían la obra. Es sólo una pequeña historia, te preguntas cuántas más pisan el asfalto. De dónde saca fuerzas Quentin, dorsal 700, para arrastrar la pierna hacia la meta entre gestos dolientes. Ashley, 6.961, su cuerpo una falla a punto de caer. Pilar, 34.010, en lucha con una monumental pájara para ofrendar al templo de Calatrava su Senyera embarrada, emblema de esta Valencia herida que corre pero no tiene prisa por olvidar. Cesa la cavilación. Hay tres maratones. Los de los dioses que vuelan y los mortales trotadores apenas necesitan tu agua, pero entre ambos emerge otro, a las tres horas de carrera, poblado por cuerpos al límite de seres normales entregados a un empeño sobrenatural. Y cuando llega te arrolla, dejándote con piel de gallina a la deriva en un mar de náufragos, músculos ardientes, rictus indescriptibles y brazos extendidos hacia ti, ya no hay caras sino manos, incontables, sedientas, anónimas. Dios mío, cómo los admiras, y desafiando al diablillo sellas con la eterna niña de tus ojos un pacto de sangre. En 2025 nada de voluntarios, también nosotros seremos héroes, entre tantos caben dos más. Correr nos salvó la vida, y si ella deja círculos abiertos, de cerrar este nos ocupamos tú y yo.
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