Me lo pregunto en cada carrera o entrenamiento y con el menú degustación de agujetas. ¿Pero tú por qué corres? Decidido a no engañarme, nunca encuentro respuesta. Si en vez de disfrutar padezco y durante una semana mis rodillas crujen como puertas sin engrasar; si ... hasta pasados los cuarenta no di un mal esprint y dada mi vocación tardía ya sólo me aguarda la ofuscación de haber tocado techo; si no conozco 'fisio' ni 'nutri', jamás piso un 'gym', me cuido lo justo y tengo de metrosexual lo que Peter Lim de valencianista; si adolezco de falta de voluntad..., ¿qué carajo hago yo en mallas y camiseta amarillo platanito, acribillada a imperdibles, el domingo a las siete de la mañana pidiendo explicaciones a un austero tazón de leche con cereales que por fortuna me ahorra el susto macanudo de una contestación? ¿O no fue acaso todo un dios, con sus responsabilidades y tal, quien decidió el séptimo día remolonear?

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Veinte minutos faltan para la salida. Hace rasca, gélido el aliento matinal del mar, pero hoy no me voy de aquí sin resolver mi enigma. ¿Por qué narices corro? Busco la solución en el trote marcial de la tribu de los Ansias, esos tipos que antes de embucharse 15 kilómetros aún se permiten el lujo de calentar, impacientes como el menda que pica de plato en plato sin esperar al resto de comensales. Ni que les fueran a robar el asfalto. Demasiado para mí. Tengo espíritu de Fórmula 1, comparezco con la gasolina justa para cubrir la distancia convenida, y si me acerco a tirar la basura ya no llego a la meta. No, ellos no disiparán mi duda. Están a otro nivel. Suena la música, brama el speaker, esto se mueve. Escruto rostros, quiero certezas.

Miro de acá para allá en busca de indicios sólidos. Ya en ruta mis ojos preguntan a un Darth Vader de respiración agónica, desmentida por su trote endiablado. También al Fullero, que a los dos mil metros lanza un farol -«ahora mismo cambio de ritmo»- y trece mil después seguirá con el motor gripado. Al Boomerang, calamitoso en el arte de escupir con el aire de cara. A los nueve de la batucada, cada mazazo adrenalina en vena, y al Touchingballs, quien apenas completado un kilómetro suelta que ya sólo quedan catorce.

¿Y yo por qué corro? No me lo aclaran ni el Induráin, guiño cómplice cuando a 4:30 le preguntan cómo va, ni el Guiri, que no necesita traductor al gemir «oh, my God» -«oh, my God too», socio-. Deposito mi esperanza en el Negacionista, con el torso descubierto pese al parte meteorológico, y en Eolo, quien según los griegos se encarga del negociado del viento y esta mañana anda juguetón. Imploro alguna señal al chaval que gambetea bajo una peluca de payaso, y que quizá sea todo un Charlie Rivel pero en estas circunstancias más bien me recuerda a Pennywise. A la Eva Nasarre que grita entusiasmada entre brincos «vamos Xufarunners», su arenga un fogonazo entre los jadeos de la avenida de los Naranjos. A la Mentirosa, gracias por decir desde una cuneta en el kilómetro ocho que casi hemos llegado, y al hormigueo en la pierna derecha que me mantiene en guardia, pues las lesiones primero avisan con un calambrazo como la tormenta envía al rayo. A las gominolas llamadas a reponer mis electrolitos y al Torrebruno que ya en la meta instruye a sus hijos con un ejemplar «esto no ha sido una carrera, lo importante es participar y divertirse».

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Es entonces, a punto ya de desistir, cuando encuentro mi respuesta. Se oculta tras los ojos húmedos de la Magdalena, una joven que abraza a otra mientras desconsolada llora un «lo he conseguido». Corro porque sufro igual que ella, soy malo y es mi forma de girar el destino. Solía decirme un vivales al que le iba la marcha, y no precisamente la atlética, que lo bueno de hacer el amor es que conoces gente. Lo mismo pasa en el running, y encima puedes contarlo en casa.

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