Con la penúltima luna del año maldito en todo lo alto, más me habría valido la pena rescatar la vieja máscara de licántropo, rotular en ... un cartel el estribillo de la Orquesta Mondragón, yo soy tu lobo, y añadir al look un gorrito de Papá Noel a modo de salvoconducto. Esto lo sé ahora pero no entonces, cuando elegí salir a correr con el traje de faena habitual, y mira que me lo estaba dejando claro la adorable abuelita disfrazada de naipe de Alicia que repartía empanadillas entre el resto de la baraja en puertas del pistoletazo de salida. Al igual que ellas también yo tenía hambre, pero de mi idealizada San Silvestre. Las carreras son como los besos, de la primera jamás te olvidas, así que fue oír el 'We will rock you' y apretar el paso. Esquivé al crío del patinete, aunque más complejo resultó lo de la mujer que palmeaba manos entre el público como si aquello fuera el Madison y ella y su familia, ocupantes de todo el ancho de la calzada, el quinteto de los Knicks. «Ansias», me soltó al rebasarla. «Señora, le prometo que alguien ha llamado a esto carrera», contraargumenté antes de enmudecer con el vikingo que lanzaba a dos pokémon un desconcertante «niños, no corráis, es peligroso». Exijo nota aclaratoria al Ayuntamiento: si se trataba exclusivamente de un baile de disfraces, haberlo dicho. Tocaba buscarse la vida y decenas de runners asaltamos las aceras entre miradas reprobatorias, bolsas de compra y mazorcas de maíz, pero los bolardos eran palabras mayores, así que decidí regresar al recorrido. Y ahogar mi grito al rebotar contra un bombo. Y escurrirme a riesgo de electrocución entre dos luciérnagas vestidas de abeto navideño. Y ya derrotado acompasar mi ritmo al del tipo del batín que paseaba su pastor alemán, ambos dorsal al lomo, por la calle de la Paz. He visto correr con zapatillas de todos los precios, gente en chanclas y hasta descalzos, pero jamás antes competí contra alpargatas. Y de las calentitas, de forro polar. Nota de voz: comprobar en meta que San Silvestre no forma parte del séquito de los Santos Inocentes. «Melón, ¿qué esperabas de una carrera de fin de año?», me reprochó mi amigo Pablo, que siempre recurre a la cucurbitácea cuando trata de enderezarme, pues su elegancia en el improperio daría para una tesis.
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León enjaulado, dispuesto a aplacar mi frustración me lancé una semana después al circuito de running del viejo cauce, e igual que yo lo hizo el tropel de aficionados que acabó convirtiendo, como cada festivo, el glorioso carril en desfiladero, entre camisetas en ambos sentidos, adelantamientos imposibles y algún que otro chucho y dominguero despistados cruzándose por el camino. Nota de voz: ¿Para cuándo un control de aforos? Por suerte, al borde del desistimiento este domingo cayó el desquite. 10K Ibercaja, al fin una mañana con regusto a gel y bocadillo de guayaba, y Chimo Bayo desde su tarima confirmando a la legión que «esta sí». Cuando hace más de veinte años aterricé en el periodismo deportivo, convencido de que el sol era un impostor y el universo orbitaba en torno a un balón, pronto me hablaron de Toni Lastra, y de Recaredo Agulló. No siempre, más bien nunca, los comprendí, archivándolos en el cajón del frikismo pese a que el extravagante era yo. Runner converso, runner arrepentido, hago hoy mía su prédica en el desierto. Y aprovecho para disculparme.
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