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Ando con la mosca tras la oreja ante mi incipiente afición a leer la página de esquelas y obituarios, esa que hasta hace poco pasaba por alto con la suficiencia de quien se siente a salvo de todo, incluso de la ley más elemental de ... la naturaleza. De pronto veo doblar la rodilla a referentes de mi vida, lagarto lagarto, y en una de las visitas diarias reparo en que esta vez ha palmado... ¡Kunta Kinte! Otro bocado a la nostalgia, pues aquel añejo personaje televisivo hizo más por la integración racial que el mismísimo Luther King. Doquiera que esté el gran Kunta -a buenas horas descubro que debería llamarlo John Amos- avistará ya las trenzas de Laura Ingalls, la gabardina mostosa de Colombo..., y en medio de esta sensación de orfandad trago saliva aliviado al comprobar que al menos aún no se les ha unido Pippi Langstrump, ¡aguanta Inger! Es lo que tenía la tele de los dos canales: fue una fábrica de mitos. Pero no pretendo aquí reflexionar sobre el universo catódico, sino dejar constancia del peso de la edad, llámalo vejez o llámalo veteranía en función del pie con el que te hayas levantado. El caso es que lo de cumplir años pierde encanto según van aumentando las velas, pero conlleva una ventaja: a medida que te amojamas tomas perspectiva, visión periférica, desarrollando una suerte de detector de milongas que ante cada nuevo espécimen hace sonar en tu cabeza algo así como el «campana y se acabó» de las hermanas Hurtado (busco en Google y... ¡sí, viven!), refrigerando los calentones o caldeando tu frialdad. Veamos algunos ejemplos. Sonó el badajo mental, «¡milonga!», el día en que Ribó anunció su experimento sin rigor científico con la semana laboral de cuatro días. Y cuando Sandra Gómez presentó en la Malvarrosa un pomposo estudio que concluía que había que hacer más estudios. Y también ante la pantomima epistolar de Sánchez. Y ahora con la patraña de los dos patinetes por metro. Pero donde no esperaba encontrar la advertencia de mis psicotacañonas era entre las brasas de la cumbre monclovita. Mazón notifica 56 reivindicaciones, y vaya por delante que pocas me parecen, pues hasta 190 llevó García-Page en su condición de forúnculo sanchista; en esto de pedir, mejor tirar por alto. Yendo al detalle, clama el Molt Honorable por la infrafinanciación, el tren de la costa, el corredor mediterráneo o la Dama de Elche, y a falta de compromisos firmes del Gobierno promete mantenerse en 'modo vigilante'. Desde la experiencia que me confiere mi nuevo rol de viejuno catador de obituarios le aconsejo que delegue la función fiscalizadora en ciudadanos y prensa libre y mejor se ocupe de sí mismo, de no perder nunca este colmillo, porque vamos escaldados. A los valencianos llevan sisándonos veinte años, ambas demandas ferroviarias vienen del siglo pasado, en 1997 ya reclamaba a Aznar el busto ibérico el entonces alcalde ilicitano Diego Maciá..., y sin embargo la beligerancia pepera ha fluctuado históricamente en función de que en el trono de hierro se siente un barón rojo o un príncipe azul. Lo mismo hace a la inversa el PSPV. La Comunitat sólo crecerá si sus gobernantes olvidan el clientelismo con Madrid, mande allí quien mande, los suyos o los otros, que para ídolos de temporada prefiero el parche de Falconetti, la gorra al revés de T. J. -¡al tejado!-, el chupachup de Kojak o la mirada acuosa de Orzowei.
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