Las tragedias son la toma de tierra que refrenda nuestra condición humana. A medida que te anudan la garganta con su desgarro vas comprendiendo que pese a todo lo vivido y visto, al dolor sufrido en carne propia y el ajeno narrado a lo largo ... del camino profesional, nunca tendrás piel suficiente para aislarte. Esa vulnerabilidad es bálsamo a la par que fusta, autorreconciliación en mitad de la pena, aún siento y padezco, gritarías en silencio..., y entonces, caídas todas las defensas, en cueros ya ante la crueldad, te vuelves niño para preguntar una y otra vez por qué. No desesperes. Cuantas menos respuestas halles, más a salvo estará tu alma.
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¿Por qué permitimos a incautos lucrarse construyendo edificios de papel, atando a cientos de personas a la cabeza de una inmensa cerilla -«fachadas revestidas de un innovador material de aluminio», ponía en esta cajetilla-, haciéndoles pagar el fraude con sus vidas, con una condena a la miseria a los más afortunados? ¿Por qué les cobraron la muerte tan cara, seis mil euros el metro cuadrado, si luego iba a estar tan barata? ¿Cuánta más gente vive sobre un polvorín, enrolada en el reparto de otro coloso en llamas?
¿Por qué ellos y no yo, qué criterios sigue esta rifa macabra? Me lo pregunté por primera vez hace treinta años en Torreblanca, frente a 45 cuerpos alineados en una cuneta, los pobres desgraciados del autobús de la muerte, asesinados por una curva maldita y un cuentakilómetros diabólico. El interrogante regresa cada vez que el azar saca su faca.
¿Por qué permite el destino, o quienquiera que lo maneje, morir encerrados en un cuarto de baño a unos padres con su hijo pequeño y su bebé, cuatro fragmentos de queso en el cepo de una ratonera, abrazados y abrasados antes por dentro que por fuera? ¿Hay derecho a que una niña sólo tenga quince días para vivir, sin tiempo siquiera de pronunciar su nombre? Por desgracia esto no va de leyes. Los dramas se interconectan y todavía espera justicia aquella mujer succionada por una alcantarilla junto a su chiquillo en unas inundaciones como no se recuerdan otras en Alicante. Veintisiete años hará en septiembre y aún puedo oler el barro y el miedo.
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¿Por qué disuadí a mi hija cuando me dijo que quería ser bombera y salvar vidas igual que un médico? Los veo encarar la mirada de un fuego mentiroso artero en el manejo de la guadaña y los protocolos, ¿cómo es que trepa por la fachada, quién demonios ha construido esto?; los veo sacar a dos muchachos de la boca del chacal en cacería televisada; los veo señalados porque entre sus muchos milagros faltó uno... Y pese a tan ingrato veoveo sigo preguntándomelo: ¿Por qué ahogué aquella vocación de superheroína?
¿Por qué aún tantas veces dudo de la especie humana? Los señores de la guerra, los de las mascarillas, cuesta seguir creyendo, pero en las situaciones límite, cuando fluye la solidaridad, se pone de manifiesto las magníficas criaturas que somos.
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¿Por qué la política no muestra siempre esta ejemplaridad, respetando silencios, tendiendo manos?
Transcurridos los tres días, nos adentramos en el alivio de luto. Pronto una fallera mayor nos convencerá de que la vida debe seguir, por mucho que duela, y acabaremos olvidando a los diez de Campanar, como a los 43 del metro. Hasta la próxima. ¿Por qué?
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