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No se me ocurre plan más estresante que hacer una escapada para desestresarme. Es lo que pienso al abrir un enlace de mi hija por ... whatsapp. «Viaje muy necesario de desconexión en familia», 'clickbait' de manual, y con apenas leerlo ya me estoy estresando, que aún escuece el último precedente. Imagínate en tu comedor, arengando a la tropa. ¡Venga, chicos, que vamos a desestresarnos! Cargáis las maletas, rebosantes para tres míseros días, y aflora entonces la confabulación... ¿Cómo que el móvil se queda en casa? ¿Queréis matarme de ansiedad? ¿Voy a perderme el fútbol? ¿Con qué distraigo el pensamiento en el escusado, acaso a mis años he de ponerme a contar baldosas cual australopithecus de los setenta? Y no os olvidéis de los abuelos, que debemos estar localizables. Espera, ¿que lo que os perturba es el trabajo? Acabáramos, eso lo tengo más que controlado, ¡cero estrés, chicos!, sólo llevaré el móvil personal y si suena ni lo cojo. Tras salirte con la tuya tiras millas, la parienta al lado, atenta al Google Maps, ¿veis cómo ha sido buena idea traerlo con nosotros?, los hijos atrás, la perrita en su transportín... Y peligrosamente eufórico te arrancas con el repertorio completo de Miliki, y con los felices himnos de campamento, «a babor que gana a estribor», al tiempo que finges no ver el arqueo de cejas juvenil, en tránsito del «písale un poco o se hace de noche» al «de dónde ha salido este hombre». La cosa es que apenas llegues al destino, y lo sabes, sonará el teléfono. Quizá, eso me sucedió a mí, la primera vez tengas suerte. ¡No es del trabajo!, al otro lado del celular la vecina del 68, a la que pones cara pero no nombre. Que la perdones -vale, aunque no olvido-, que como eres el presidente de la comunidad -¿ah, lo soy?-, y la puerta del garaje se ha estropeado, y fulanito me ha dado tu número, y ya sabes que mi marido es mañoso -¿lo sabía?-... que qué te parece si echa un vistazo. Adelante, la despachas sin reparar en estatutos vecinales. Porque estás de terapia, y menudo eres tú desestresándote. Mientras el resto sestea, emprendes un buceo clandestino por el correo. El mail personal, alegarás si hay polizontes, bien camuflado un garbeíto por el profesional. Nadie te entiende, sólo revisas y limpias, eso no es currar... Pues no estás desestresado ni nada. Pero antes o después vuelve a sonar el teléfono. ¡Es del trabajo! Seis ojos te acribillan, tu credibilidad en juego. No pienso contestar, sobreactúas. Un mensaje: llámame cuando puedas. Lo manda un colega de esos de fiar, el único con tu número privado, incapaz de molestarte por una chorrada. Resistes como Viriato, pero cuando el carácter se agria hasta el punto de discutir por la sacarina la propia familia te anima a devolver la llamada -lo hago por vosotros, ¿eh?-. Y vaya si lo haces. Y en efecto era una chorrada, como adivinas nada más recibirte a portagayola un revelador «¿qué pasa, tío?», aunque lo peor será la despedida, ese «desconecta» que sabe a recochineo. Ha sido sólo el principio del fin, así que advertido estás si decides jugártela para huir del zafarrancho fallero. Lárgate, pero que no te estresen con lo de desestresarte. Bendito check azul desactivado: yo me haré el sueco con el mensaje de marras de mi hija -su viaje de desconexión, ¡ja!-, y el posterior papá apúntate al gym que hay un ofertón de primavera. Qué estresante todo.
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