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La brisa perezosa huele a cerveza y bronceador, alguien convierte a Melendi en instrumento de tortura, arde mi metro cuadrado de playa como la madre que lo parió y no tiene más urgencia la sesera que desmadejar otro crucigrama. Invita pues el momento a abrir ... un ventanuco a la intrascendencia y denunciar lo que he llamado fenómeno walkie-talkie. Lo cierto es que el móvil hace ya tiempo que dejó de ser un teléfono. Los mensajes de audio permiten hablar sin hablar y el aparato del demonio ha mutado en miniconsola, tarjeta de crédito, radio, tele, periódico, escotilla al narcomundo de las redes sociales, supermercado, libro, agenda, linterna, espejo, despertador y hasta lupa. Sin embargo, sobrevive el reducto de los conversadores en vivo, y entre ellos una subespecie peligrosa, la del pelma que recurre al altavoz para hacerte partícipe de sus te quiero o del menú del día, con tal maña que no sólo lo oyes a él sino también a su interlocutor. Reviso mis notas de móvil -sí, también es un bloc- y ahí aparecen todos, registrados con fecha y hora durante meses como hacía Félix Rodríguez de la Fuente en sus cuadernos de campo.
No tendrá treinta años y berrea frente a dos platos de tallarines con verduras y rollitos de gamba. Viaja el teléfono de su boca al oído, y viceversa, siempre en posición horizontal, la más amenazante. Que ya me ha contado Andrés, pasaré a revisarte el parqué, aunque es mala fecha, estoy con el salón de una casa y aún me queda el pasillo. Que si me gustaría dejarlo resuelto antes de irme a Barcelona. ¿Que 120 metros dices? Mmm..., por seis se te va a 720 euros, aunque ya te digo que yo lo de lijar no lo hago. Que te mando la ubicación y lo vemos en persona. Cambio. Tira este otro maromo a ancho, más fuerte que gordo, barbita cuidada, aspecto refinado, quién lo diría cuando su vozarrón de barítono lo delata como plusmarquista de la disciplina. Que sí, que he quedado ahí con Benito. Que vale, esperadme entonces que ya salgo. Cambio. Mira George Washington a la chica del semáforo desde el billete de dólar atrapado en la funda de su móvil. Mejor si no escucha. Que si no sólo quiero pintármelas, al ser la primera vez me gustaría también la pedicura. Que si te hago hueco el jueves. Cambio. Pasa una abuela su informe en el asiento del bus junto al marido silente. Que llevo a tu padre a la resonancia, ¿sabes que anoche el niño llegó tarde? Que no te preocupes, mamá, lo importante es que hoy le obligues a estudiar inglés. Cambio. Negocia la mujer de voz ronca un impago. Por lo que escucho, al del banco no le ablanda la crónica de sus penurias. Cambio. Se plantifica en mitad del metro, piernas cruzadas y sobre ellas el móvil a palmo y medio de la boca. Que si no te figuras, nena, lo bien que lo pasamos, y la nena que relincha más que ríe con el minucioso relato de cada anécdota. Cambio. «No te he sentit, alça la veu», dice el abuelo de gafas de pasta mientras devora un túper de cerezas. Tentado estoy de resumirle dónde ha quedado con la hija y el plan del día. Cambio. Comparte otro su música a todo trapo, la mano libre palmeando la rodilla. Me identifica el Shazam a un flamenco del que jamás oí hablar, nada extraño porque no conozco más flamenco que el de la Albufera. Lo arrojaría al saco, aunque esto ya es otra cosa, materia para un nuevo artículo: el fenómeno transistor. Cambio y corto.
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