Puedes celebrar lo que te plazca, por eso no discutiremos. Las Navidades o el solsticio de invierno, según te inspire el calendario gregoriano o la luna vikinga. Incluso las saturnales si así lo deseas, pues aunque vengamos del mono somos latinos y mamamos de la ... misma loba. Pero nomenclaturas al margen, coincidirás conmigo en que degustamos los días más especiales del año, un torbellino en permanente reinvención. La Navidad, permíteme mentarla así ahora que el laicismo ortodoxo afloja los controles, encara sus abismos sin vértigo. Vio callar zambombas y panderetas. Cruzar los villancicos el charco. Languidecen la misa y su gallo, nadie deposita ya christmas en un buzón, ¡si apenas quedan buzones!, y se acabaron las conferencias interminables en un rinconcito del salón con ese familiar lejano tras la gran cena; una foto por whatsapp, emoticono besucón y arreando. De pronto nada es lo mismo, aunque para ella todo sigue siendo igual. Se sobrepone a los negacionistas, esos que jamás llamarían dieta al ramadán pero buscan mil subterfugios para no pronunciar, ardiente en su boca, la palabra Navidad (con perdón). Asimila la colonización americana, que cinco siglos después remonta las aguas en sentido inverso, Mariah Carey y Santa Claus ávidos de venganza al frente de sus carabelas. Resiste la fiebre consumista, ducha en monetizar los afectos. Y contra todo pronóstico cada bandazo va haciéndola más fuerte, porque si no logra arrastrarnos a su terreno será ella la que venga al nuestro.

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Pero incluso este invencible Aquiles tiene un talón vulnerable. La Navidad, lo cantan sus trovadores, acostumbra a ser dulce y blanca, si bien al contrapelo disimula mal los ramalazos de crueldad, las ausencias abultan más que las presencias y cada silla vacía es una sima capaz de secar el muérdago, oscurecer el abeto, empaquetar el belén.

Fum, fum, fum, el 25 de diciembre de 2019 fue el de la ignorancia. Cinco días antes estallaba el brote en un mercado a diez mil kilómetros. Cuatro después, mientras recontábamos las uvas, comenzarían los ingresos. El 11 de enero moriría un chino. El 7 de febrero lo haría Li, el médico a quien amenazó el régimen del dragón por divulgar rumores sin fundamento. Y una semana más tarde caería Fernando, vecino de l'Eliana, primer español. Con la tripa llena de pavo, nada de esto podíamos presentir. La Nochebuena de 2020 trajo el colapso: 304 cadáveres, turrón del duro. El toque de queda de lo bélico a lo cotidiano. La familia atrapada en una tableta llena de ventanas, como aquel VIP de Emilio Aragón, cada celda una vida, corazones en escaparates de cristal irrompible, entre el escepticismo y la esperanza a sólo dos lunas de que Batiste recibiera su vacuna. El día de Navidad de 2021, restringidos los núcleos familiares, el Covid aún se llevó a 156 de los nuestros, y en 2022 cayeron 196 en una semana. Este año, 150.379 muertos después, libres ya de olas, al fin tenemos una fiesta luminosa, y esto no va de luces ni de autobuses. Lástima que en Tierra Santa no se hayan enterado.

De pronto alguien arrancó a cantar, el árbol brilló como no se recordaba y el abuelo, que sobrevivió a la pandemia y a la tristeza de la soledad, sonrió ancho de gozo en su butacón, envuelto de nuevo en nietos, recobradas las ganas de que la vida le reserve alguna Navidad más.

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