Si he de señalizar el punto exacto en que el fútbol holló cumbre como opio del pueblo, clavo mi banderola en aquella agitada tarde de octubre de 2006. Horas antes el PSPV había votado en el pleno municipal contra la recalificación del solar de Mestalla, ... otra carta más en el castillo de naipes de Soler. La comida debió de hacerse pesada en el reservadito presidencial de Kailuze, los estómagos regurgitaban ira y más o menos a la hora de la merienda llegó el comunicado. El Valencia, el fútbol en definitiva, rebasaba otra línea roja para condicionar las elecciones municipales en las que medio año después Alborch debía desafiar a Barberá. Cortito y al pie. «Queremos enviar un mensaje claro a nuestra afición para que entienda quién está al lado de la entidad y quién le pone trabas para consolidarse en la élite mundial», rezaba la diatriba. Y esa turbia maniobra, que hoy sería reprobada, a nadie escandalizó entonces. La entendieron las peñas («el que va en contra del Valencia no es valenciano»). La entendió el socialismo local, a su rescate el capote del ministro Sevilla («no nos oponemos al club, sino al Ayuntamiento»). También la entendió la prensa ('El PSPV se marca un gol en propia puerta', tituló su crónica LAS PROVINCIAS). Miradas acríticas frente a la extorsión. Pocas cosas intocables hay en esta tierra, y el balón y el Valencia son dos de ellas, habría explicado cualquier tipo sensato.
Publicidad
«El fútbol es política porque es un acto social», le leí en una entrevista al historiador y escritor Carles Viñas. Certero el diagnóstico, nefastas sus consecuencias. Como en la fábula del escorpión y la rana, semejante simbiosis sólo podía acabar con un aguijonazo letal a mitad de travesía, el día en que el uno perdiera el interés por el otro, pues si algo ha aprendido el medrador es que a nada bueno conducen las adhesiones inquebrantables.
No imaginaba el fútbol que aquella tarde de otoño iniciaba su vertiginoso descenso desde una cima que no volvería a pisar. Primero vino la crisis deportiva. Luego la económica («¿Cómo te atreves a escribir que estamos al borde de la ruina?», bramaba un director de comunicación creyéndose lo que ya no era). Más tarde la institucional, la venta trampa en la que cayó (caímos) toda la sociedad valenciana. A continuación la sanitaria, con la pandemia que certificó la desconexión. Y todo ello fue convenciendo al escorpión de que era momento de picar a la rana.
Aspiraba a la final de la Champions de 2011 y ni le da para el Mundial 2030. El dislate del nuevo Mestalla es el fruto de la mala gestión de un empresario, valenciano de pura cepa por cierto, a quien la vanidad y los propios políticos se ocuparon de entronizar. Es el reflejo de una posterior estafa, la del hijo del pescador y sus profetas. Es la vergüenza de una gran capital. Pero es también la prueba del comportamiento indigno de la política con el fútbol, engordándolo artificialmente para ahora organizar la matanza. Lo que daba ayer votos hoy los quita, así que la izquierda rechaza las fichas urbanísticas que ella misma aprobó y la derecha evita dar pasos que pudieran identificarla con el usurpador. El discurso cambió, el que va con el Valencia no es valenciano, y cualquier político pagaría por ver su nombre maltratado en un comunicado como aquel de 2006. Se nos caducó Boskov. Fútbol era fútbol.
Empieza febrero de la mejor forma y suscríbete por menos de 5€
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión
Te puede interesar
Publicidad
Utilizamos “cookies” propias y de terceros para elaborar información estadística y mostrarle publicidad, contenidos y servicios personalizados a través del análisis de su navegación.
Si continúa navegando acepta su uso. ¿Permites el uso de tus datos privados de navegación en este sitio web?. Más información y cambio de configuración.