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En lo peor de su anorexia aceptaron llevarla a una nutricionista. Lo propuso la niña, o más bien el demonio agazapado entre las costillas de aquel cuerpo de papel film, y ellos accedieron ingenuos porque algo había que hacer. Confundidos como su hija ante los ... espejos, creyeron que en esa timba macabra todas las cartas estaban ya boca arriba. Error. Ni imaginaban que la pequeña, apenas 28 kilos de penas, hueso y ojeras, muerta en vida recién estrenada la adolescencia, les jugaba de farol.
Eran tiempos oscuros, si existe el infierno en aquella casa tenía su embajada, pero al menos ahora los padres veían el rabo y los cuernos al enemigo. La venda que los cegó durante meses acababa de desplomarse como el telón de una mala comedia, rompiendo esa secuencia fatal por la que si el ojo no ve el corazón no siente y la cabeza no actúa. Superada la negación, que en ocasiones especiales el duelo se cobra las fases por adelantado, al fin entendían cuanto ocurría a su alrededor, cada comida una batalla, las mentiras sobre la mesa y los alimentos antes o después en la basura, pero no así la niña, que lejos de sentirse enferma sólo les seguía la corriente mientras su diablo improvisaba alternativas.
Ya no le servirían las rabietas impostadas, las evasivas de manual («ceno fuera, llevo dinero») o esas fotos embusteras al helado de alguna amiga («papás, mirad lo que me estoy comiendo»), acompañadas de generosa descripción y emoticonos babeantes. Era este último su recurso predilecto, pues la anorexia, cumbre del sadismo, antes de matar adora mortificarte, y no existe mayor placer que el ayuno entre manjares para quien necesita escuchar el rugido del estómago («¿has oído?, lo estás haciendo bien», susurra la conciencia entonces mientras da otro bocado a tu barra de energía). El caso es que nada de todo eso le valía ya a Satán, quien en busca de nuevas vías de negocio la arrastró al atletismo («quema calorías, gorda»), y cuando no le quedaban fuerzas para saltar una valla la empujó al gimnasio («¡quema!»), y sabiéndose ahora delatado se relamió al descubrir entre mancuernas a aquella sílfide fibrosa de profesión nutricionista, arrojando a la cría en sus brazos.
Recelaba la madre, si algo va mal no lo empeores, pero el padre quiso agarrarse a aquel clavo ardiendo. Desgranó antecedentes, trasladó inquietudes, confió, y pese a todo de la mano de su chamana la niña terminó de rellenar el cuerpo de aire, lechugas y purés. Jamás se supo si aquella tipa recibió formación académica, aunque se intuye la respuesta. Sí trascendió el final de la historia: una criatura al borde de la muerte, su hemoglobina bajo mínimos, del hospital a una unidad de aislamiento, y dos padres proporcionando explicaciones que no tenían.
Los médicos reclutan detectives contra el intrusismo en clínicas de estética y su lucha recuerda la que libra en soledad el Colegio Oficial de Dietistas-Nutricionistas, buscando sin apoyos luz en la neblina legislativa, reivindicando fronteras entre universidad y FP o combatiendo títulos inventados que en plena era del culto al cuerpo permiten, ante la vista gorda administrativa, que cualquier mamarracho sin escrúpulos dicte menús a un pobre desgraciado con problemas coronarios. O a una mente enferma como la de esa niña, hoy mujer sana y vigorosa, que dio esquinazo a la parca.
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