La primera vez fue en el sofá de escay del piso de la abuela en el Paseo de la Petxina. Tenía yo cuatro años y si estrujo la memoria todavía oteo el bigotillo lascivo de aquel tío malnacido que al calor de mi inocencia se ... despelotó de cintura para abajo y me ofreció jugar a los médicos. Imagino que esa tarde vio en mí algo así como su tragaperras y decidió echar una monedita por si le sonreían los tres tréboles. Afortunadamente la máquina no le cantó premio y el alfeñique que fui enfiló el camino de las escaleras para dar el chivatazo -se siente, viejo verde-. Hoy, sin embargo, la huella de aquella desagradable escena no es tan profunda como el recuerdo del tibio efecto que causó en mí, menos sorprendido entonces por la actitud del pederasta que por la reacción ulterior de mi padre, a mis infantiles ojos desmedida, el sentimiento de culpa arañándome las entrañas mientras a él lo refrenaban entre varios brazos para evitar que mandara anticipadamente a aquel cerdo al infierno donde hoy lo imagino rebozándose. La segunda vez fue en una planta baja del Cabanyal. Un esguince de muñeca latoso, una vecina que intenta ayudar y sugiere visitar a un curandero, «déjame llevar al chico, nena, dicen que siempre da con la tecla», y el muy cafre que fue a encontrar la tecla justo entre mis piernas. En el cuerpo humano todo se interconecta, vino a argüir ante mi sorpresa por los muchos palmos que distanciaban la zona masajeada de la dolorida. Pero donde había un delincuente apenas identifiqué a un tipo extravagante, así que no pasó de ahí la cosa: le pagué la voluntad y me largué con mi esguince a otra parte. Los delitos bullían, como en aquel viejo comedor que daba a un patio interior o en la camilla del farsante, y nadie sabíamos verlos, incluido el padre encolerizado que queriendo poner justicia no denunció por el buen nombre de la familia. La vista gorda colectiva hizo pasar a mis agresores sexuales por simples guarros, y a buen seguro continuaron magreando al amparo de la impunidad. Algo similar sucede con el machismo. Como todo virus se nutre de la debilidad del huésped, y nada hay más débil que una sociedad ignorante. El tiempo, por suerte, ha acudido al rescate, fijando la frontera de la ofensa donde corresponde. Alimentado por siglos de tolerancia, ahora que el feminismo rompe amarras identificamos al fin el problema, pero luego nadie se da por aludido, y si miras a los ojos y lanzas la pregunta no hay machistas, como tampoco racistas. Alguien debe abrir el fuego, así que lo haré yo. Soy un miserable machista. Pese a creer con firmeza en la igualdad. Pese a que jamás cambiaré el apellido a la violencia del hombre contra la mujer o negaré la brecha salarial y los techos de cristal. Soy machista por esos momentos en los que todavía me parece que algo de lo que está ocurriendo es exagerado. Porque de tanto en tanto pesco en mi lenguaje giros inadmisibles. Porque, siendo mucho, aún no siento todo el asco que debiera por quien frivoliza pancarta en mano con el cáncer de nuestro tiempo. Me hacen machista todas esas veces en que pienso que no lo soy, pues es sentirme libre de los vicios atávicos de mi sexo lo que me obliga a seguir en guardia. Pasa con esto como con el carné de conducir: ese día en que la experiencia acumulada te lleva a menospreciar la carretera es el que te convierte en un tipo peligroso.

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