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Cuentan que de muy pequeño fui un niño adorable, información para mí mismo inverosímil pero contrastada a través de varias fuentes. Con mi chaquetón pijo y un ridículo gorrito de pescador anudado al cuello, al parecer untaba la vida de sonrisas, quién lo diría del ... menda, hasta llegado el día en que torcí el morro. Es lo que tienen los graciosillos, han de serlo en sesión continua, de modo que mi tía Lola, de profesión sus labores y por lo visto parapsicóloga, no tardó en diagnosticar que aquí a la ricura acababan de echarle un mal de ojo. Tras minuciosa investigación, el gabinete de crisis cargó el mochuelo sobre la chepa de una pobre abueleta que había cometido el delito de regalarme un piropo, algo tan satánico como «qué cosa más bonica», cuando me crucé en su camino arrastrando del cordel mi coche favorito. El asunto estaba claro, un conjuro.

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lasprovincias El mal de ojo