Cuentan que de muy pequeño fui un niño adorable, información para mí mismo inverosímil pero contrastada a través de varias fuentes. Con mi chaquetón pijo y un ridículo gorrito de pescador anudado al cuello, al parecer untaba la vida de sonrisas, quién lo diría del ... menda, hasta llegado el día en que torcí el morro. Es lo que tienen los graciosillos, han de serlo en sesión continua, de modo que mi tía Lola, de profesión sus labores y por lo visto parapsicóloga, no tardó en diagnosticar que aquí a la ricura acababan de echarle un mal de ojo. Tras minuciosa investigación, el gabinete de crisis cargó el mochuelo sobre la chepa de una pobre abueleta que había cometido el delito de regalarme un piropo, algo tan satánico como «qué cosa más bonica», cuando me crucé en su camino arrastrando del cordel mi coche favorito. El asunto estaba claro, un conjuro.
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Cuentan que a falta de exorcista cualificado la gran Lola, menuda era ella, activó el protocolo para situaciones de extrema emergencia. Así que me llevó al galope, todo murrio como estaba, a casa de una tal Encarna, paisana suya de Beas de Segura y, clave en esta historia, cabeza visible de una estirpe de mellizas conocida en varias manzanas a la redonda. Según recoge el selecto código de las leyes no escritas -o tal vez sí, vete tú a saber, en el reverso de algún sobre de azúcar-, los mellizos tienen el don de desvanecer el mal fario. Y aquel debía ser de los gordos, pues apenas marcado el telefonillo de la vivienda una voz metálica confirmó el peor augurio: «Anda, sube Lola, menudo mal de ojo le han echado al chiquillo». ¡Y eso que ella aún no había dicho ni mu! Piel de gallina.
Cuentan que lo que vino después de tan bizarro habría excitado a Álex de la Iglesia. Con disciplina cuartelaria, en la mesa de un recoleto comedor la 'señá' Encarna y su hija, cada cual tenedora de su respectiva melliza, comenzaron a farfullar trasuntos de oraciones mientras se pasaban al pipiolo de un brazo a otro. Y llegó el milagro. Siglos atrás por mucho menos a aquellas dos las habrían beatificado, mientras que hoy tendrían sección fija en Cuarto Milenio, amén de un datáfono humeante. El caso es que según ellas iban bostezando -qué sé yo, les dio por ahí como pudo sobrevenirles el hipo- a la monada llamada Antoñito le abandonaba la tristeza. Si algo había que sanar lo sané, a ver quién era el guapo que salía de allí sin desternillarse, y lo que fuera que deshizo el hechizo tuvo además alcance vitalicio, pues transcurrido medio siglo de aquello su mero recuerdo aún me levanta el ánimo.
Cuentan que desde hace años ronda el centro de Valencia, calle de Ribera y adyacentes, una vendedora ambulante que ofrece entre mesas y peatones ramilletes de plantas aromáticas. Le atribuyen por los mentideros un pronto colérico, a quien la ignora le lanza el mal de ojo, y diría que es otro mito más, la chica de la curva y ella, de no encuadrarla varios testigos en el rico endemismo de la zona, como la fachada del Capitol o el bocata en Los Toneles.
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Cuentan no obstante que cada vez que profiere una maldición las carcajadas de las víctimas se oyen desde Santa Catalina. Caramba con el futuro, ya no se respeta nada. Sin escuchar a los gurús del informe PISA podemos concluir que en materia de entendederas nuestra sociedad progresa adecuadamente.
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