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Soy del Barça. Ale, ya está dicho, y ahora te corresponde a ti colgarme los calificativos, a elegir entre oveja negra, manzana podrida, haba del roscón o simple masoca que con esta confesión presenta su candidatura a piñata; aunque no te apresures a airear mi ... armario, pues ahí dentro quedan otros muchos como yo. Al final hasta le coges gusto al cilicio. No imaginas la cara que puso al conocer mi condición aquella vecina recién llegadita de los Madriles, el rostro demudado ante la visión del anticristo. Si pilla un crucifijo me lo estampa en la cara, aunque nada le reprocho, pues compartimos aversión, ella hacia mi equipo, yo por el suyo. Y mira que aquí el menda lo tenía todo para salir del Madrid: el padre manchego -más castellano que el bargueño de su bisabuela-, la insólita propensión a atraer amistades untadas en merengue... Pero se conoce que mamá tenía en la placenta alguna sustancia inhibidora de ese opio del pueblo que es el madridismo y la cabra loca que fui nunca tiró al monte. En realidad debí entregarme al magnetismo de la ilusión cercana y ser del Valencia. No anduve lejos, incluso lo siento como mi otro club, pero mi colega Pablo, che impenitente y monógamo hasta en el fútbol, insiste en repudiarme. Sostiene que equipo no hay más que uno, el resto son rivales, y ni mostrándole el carné adolescente con el que me abrí un huequito en los noventa en la general de pie de Mestalla lo convencería. No le falta razón. A quién quiero engañar. Si algo soy en puridad es del Barça, así que venga, pínchame a Joe Cocker y puestos a desnudarnos hagámoslo a lo grande. Soy del Barça y lo soy mucho, más que el palo de la bandera, de los de ayuno en la derrota y desenfreno victorioso. Y no un culé facilón, hijo del tiquitaca, que yo jaleé al 'Torito' Zuviría. Te cuento todo esto porque nunca antes el credo se me hizo tan cuesta arriba. Otras veces pensé en dejarlo -la derrota, el victimismo, el estigma del tipo rarito-, pero jamás la fe ardió así, atizada por la politización, el saqueo y ahora la sombra del tongo. Qué sé yo, ¿por qué no hacerme del Madrid y despedirme de este mundo con viento a favor, como esos noruegos que tuestan sus arrugas en l'Alfàs del Pi huyendo del frío? O si la urticaria me lo impide pasarme al Bayern, que a fin de cuentas lo gana todo salvo cuando juega contra el Madrid. También cabe otro intento de engatusar a Pablo y centrarme en el Valencia. O como última vía volverme un frígido balompédico, apátrida huérfano de equipo, pero el fútbol desapasionado me amodorra y para dormir prefiero a Enya. Cualquier opción me dispensaría de ir por la vida con la cabeza gacha, avergonzado de mi filiación pelotera, pero hay trenes de los que uno nunca se apea, sin que mantenerte en el rebaño te convierta en borrego. Quiero creer que la época gloriosa está limpia y sólo fuimos tan gilipollas de comprar sus estampitas a un vendehúmos que nunca dio lo que ofreció. Pero no importa si hubo robo; el simple pago es propio de golfos. El amor por el deporte me llevó al Barça y no al revés, de ahí que mi prioridad esté clara. La justicia debe determinar si el fútbol, eje de nuestra cultura, se asienta sobre una gran mentira. Y si una camiseta, aunque sea la mía, está manchada hay que retirarla de la circulación y arrojarla a la lavadora. Durante la purga vestiría la del Valencia, y si a Pablo no le gusta que me eche un galgo.
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