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Ya he verbalizado en alguna ocasión mi sospecha de que si no nos extinguimos es porque la naturaleza se ha vuelto perezosa. O sencillamente nos ha olvidado, como ese billete de 50 euros al que perdiste la pista y de pronto va y te alegra ... un domingo revolviendo papeles, si es que no te lo amarga su desteñido cadáver de fibra de algodón en el bolsillo del vaquero recién salido de la lavadora. Esa misma sensación de dinosaurio que espera su meteorito regresaría intensa aquel día a mi cabeza...
Algo extraño sucede allá arriba, en la guarida de la adolescente. El sol ha madrugado más que ella, y eso no es normal. La neurona de guardia le susurra que se ha dormido, estirándole el brazo en busca del móvil. A saber qué hora es. Pantalla negra, negro abisal, pese a que anoche se cercioró de que el cargador rellenaba su panza de litio. Forzada por el contratiempo, trata de recordar de dónde pende aquel trasto del pasado, ¿reloj lo llamaban?, y lo halla en la pared de enfrente, justo un metro sobre el horizonte que jamás rebasa su vista. Por las palabras que enriquecen el alarido, desde la cocina deduzco que le importuna menos el qué -«¡Llego tarde!»- que el porqué -«¡El móvil no funciona!»-. Trota atronadora escalera abajo, usurpado su grácil zanganeo matinal por un paso marcial, pisotones de ira que hasta hacen temblar el sismógrafo de mi café con leche. Desvalida cual tullido sin sus muletas, cuesta entenderla mientras farfulla el parte de daños. Son cerezas, es contar uno y ya se le engancha otro, así que pasa a la acción, arrobado el ánimo por la cólera. Aunque por circunstancias no tiene acceso a los dispositivos con copia de seguridad, cancelar sus citas es fácil. Lo hace vía instagram, sirviéndose de la carraca que de buena gana heredé cuando me arrancó una subvención para comprar su smartphone de última generación. Lo grave está por llegar. ¿Cómo devuelve ahora el vestido -«es el último día», gime- si lo pagó con el teléfono desfallecido? ¿O imprime en papel las fotos que debe incorporar al regalo de una amiga? ¿O adquiere con su bono cultural el libro de texto que ha de empollar, siempre tan previsora, ese fin de semana? En el comedor, habla la radio de encuestas y votos. ¿Cuántas vidas tiene la vida? Ninguno de aquellos charlatanes repara en que el auténtico nombre del día es el de ella, protagonista del fin del mundo. Rompe mi ensimismamiento su portazo. «Me voy a resolver esto», diría que dijo antes de levantarme definitivamente la carraca. «Lo cojo para que estemos en contacto», diría que añadió. Y se larga sin ticket de compra que refrende la garantía, aprisionado como los otros documentos en una nube virtual presagio de tempestad. Suena el teléfono fijo (¡existe!). Que necesita que haga un bizum en su lugar. Por supuesto, urgente. ¿Y cómo narices lo envío si te has llevado mi móvil?, replico antes de darle la clave del banco para que desde la carraca me suplante. Gruñe otra vez el fijo. Ahora me cuenta eufórica que todo está resuelto, ¿sabes, papá?, que ha llegado a la tienda, la auténtica supermanzana de Valencia, y le han resucitado el artilugio con una sencilla combinación de teclas...
Por su voz supe que en ese momento se sentía Ginger Rogers. Y mientras ella bailaba el Continental en Colón, miraba yo al cielo en busca de nuestro meteorito.
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