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Rosebud

Fallas en la encrucijada

Antonio Badillo

Valencia

Lunes, 20 de marzo 2023, 23:53

Los dos jóvenes deciden empujar. Ya han dejado pasar una oportunidad porque no cabían, pero esta vez han de entrar. La Nit del Foc nunca espera, así que nada más abrirse las puertas embisten contra la masa. Si no baja la gente, que lo haga ... el oxígeno. Pacientes como carniceros, presionan poco a poco los cuerpos estáticos, protestones unos, resignados otros, hasta abrirse hueco en esa inmensa tripa de morcilla llamada metro. Creen haberlo logrado cuando la voz de una pareja de seguratas les da el alto, «os tenéis que bajar porque nosotros hemos de subir», de modo que apenas saboreada su victoria vuelven a estar tiesos sobre el andén mientras los vigilantes, también a empellones, les ocupan el terreno conquistado. Arranca quejumbroso el vehículo. Dentro llora un bebé sobre el pecho de su madre; un anciano promete que no le pillarán en otra trampa así; una chica previsora anticipa a voz en grito que en dos paradas ha de bajar; desde la cabina se recurre a la megafonía para pedir cordura con el arquetípico «antes de entrar dejen salir»; los cuerpos bailan al son del traqueteo, unos contra otros, sin peligro de caer porque no hay sitio para ello... De repente, otra parada. Otro andén atestado de gente a la que ordena como puede un grupo de empleados, petos verdes, caras enrojecidas, escena que salvando las distancias recuerda a aquellos campos de concentración de 'La lista de Schindler'. Pocos bajan, sube quien puede. Hasta que el vehículo llegue al centro, la morcilla sólo engordará. Arriba, en la superficie, más aire pero idéntico panorama. Ríos de lava humana envuelven los principales monumentos, que pocos conseguirán ver -y fotografiar- más allá de la gran estructura central. En su mayoría se dejan llevar y sólo los más astutos imponen un rumbo, surfeando entre la ola de los que van y la de los que vienen. Llegados a este punto, toca reflexionar. Si el transporte público es una ratonera, ver fallas una quimera, gozar de la mascletà o del tapiz floral de la Virgen un riesgo de lipotimia -o de algo más a según qué edades-, callejear una cerdada y buscar mesa en un restaurante una ingenuidad, si todo disfrute se ha vuelto inaccesible, ¿de qué nos sirve tener la mejor fiesta del mundo? Para hacer caja, dirán muchos. Es la respuesta lógica y quizá la más sensata. Pero a medida que la pandemia va devolviendo cuanto nos arrebató, entre ello las Fallas de los récords, deberíamos retomar los debates donde los dejamos. El balance del 20 de marzo no puede reducirse a una exposición de cifras epatantes que ignore si hemos estado a la altura en infraestructura y servicios. Tenemos entre manos un evento único, sin parangón internacional. Muchas grandes ciudades buscan artificialmente el hito que las afiance en el imaginario colectivo. A nosotros nos lo sirve en bandeja la tradición que generaciones de valencianos engrandecieron. Pero el éxito es tan difícil de gestionar como la miseria y queda lo más complejo, mimar el producto, hacerlo sostenible y establecer los límites de nuestra capacidad ante semejante masificación; poner el sello de calidad para no acabar estrangulándonos, restringiendo las Fallas a un tipo muy concreto de turista y de paisano, convirtiendo en ceniza el monumento cultural y económico que tan bien supimos levantar.

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