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Mira que estas vacaciones creía tener mis neuras bajo control. Aún no ha asomado el niño que nos cubrirá de arena a Ken Follett y a mí en primera línea de playa -¿dónde está tu abuelita, ricura?-, ocultando Kingsbridge entre las dunas de Arrakis. Además, ... anda lento de floración el garrulo de temporada, descapotado, derrapante, incapaz de encontrarle el volumen al equipo estéreo del coche. Todavía no han clausurado la piscina por avistamiento de objetos flotantes no identificados, tan divertidos según parece los esfínteres contemporáneos como el hula hoop de los ochenta. Diría que incluso el Pocholo de la urbanización, «¡fiestaaa!», ha extraviado el cable de su megáfono. Sin embargo, pese a que mis oídos siguen vírgenes de reguetón, de cenas de sobaquillo el estómago, y en resumen todo encaja me he sorprendido esta mañana actualizando mi lista de fobias. Igual me pasa como al Denisse de La Unión, la luna me vuelve hombre y es el sol quien restaura mi estado natural lobuno. Mejor entonces afilo las uñas, que hace calor para la piel de cordero.

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