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Si algo tiene la ignorancia es que nunca duda. Por eso el muchacho no lo hizo en el pasillo de aquellos grandes almacenes. «¿Qué pintan aquí los de Vox?», preguntó de pronto arisco nada más alcanzar su mirada el expositor de Spagnolo. Él, que jamás ... sufrió dilema moral vistiendo Le Coq Sportif, el gallo cacareador sobre un lecho con los colores de Francia; él, un tipo multicultural ajeno a guerras territoriales e identitarias, vacío de inquietudes políticas, orgulloso de ser de donde es aunque también lo estaría de pertenecer a cualquier otro sitio; él, en una reacción antes imitación que generación espontánea, no pudo aplacar la pulsión de rechazo frente a lo que a sus ojos era un espantajo -el logotipo de la firma sevillana, dos banderas de España cruzadas-, su arcada a la altura de la que dibujaría en la boca del vampiro un diente de ajo. Ignorante como la ignorancia, no dudó. Aquella rancia explosión rojigualda sólo podía ser cosa de fachas. Y salió de allí por piernas sin mirar siquiera una camisa. Arrastrados por prejuicios que llevan a la asociación de ideas, hemos convertido nuestra cabeza en una fábrica de enemigos «por si acaso», que nos abastece de etiquetas preventivas y estereotipos, de modo que toda bandera de España conduce a un pariente directo de Belcebú. Algo así ocurre con el feminismo a ultranza, en el que creeré a pie juntillas el día en que deje de manejarle los hilos la política, convirtiendo el fin en un medio. Sólo entonces, rescatada su esencia de movimiento social aglutinador, sin más repudiado que quien se autoexcluya, acabaremos con el asqueroso machismo. En un calendario donde hasta la croqueta tiene su día, no se me ocurre reivindicación más justa, y necesaria, que la del 8 de marzo. Debería ser un concierto a dos voces. Vosotras a gritar contra la injusticia, el techo de cristal que os limita en lo profesional y lo económico, la mano de hierro que os mata en la impunidad del hogar. ¿Y nosotros? Nosotros a acompañar vuestro grito, dispuestos a renegar en público del privilegio que se nos otorga simplemente por el género con que fuimos a nacer, una suerte -no, suerte no es la palabra- de pecado original; a avergonzarnos por la sinrazón que alimenta nuestra ambigüedad; a demostrar que no todos somos iguales -«¿Qué os está pasando a los hombres?», preguntó la exdelegada Calero. ¿A qué hombres se refiere, señora? Señale, no ofenda con la generalización, porque de esos a los que usted alude no me siento congénere-. Agarrados en definitiva, nosotros y vosotras, de izquierda a derecha, a la esperanza de que toda bola de nieve nace de la pequeña piedra que un día alguien echa a rodar. Aunque volvamos a fracasar, y amanezca otro 9 de marzo sin que nada cambie, el breve instante de conciencia y justicia ya habrá valido la pena. Pero no, nuestros 8-M y sus preliminares suelen ser como esas fiestas que duran lo que alguien tarda en cocerse, desbarrar y echar todo a perder. Formidables arietes contra la intolerancia machista hasta que la política los arrastra a su terreno, el del mitin y la propaganda, el de la exclusión, donde están los que están y tienen muy claro quiénes no quieren que estén. Patrimonializados, como la bandera. Me temo que mañana, considerando el antes y el después -un tiro por la culata legal por enmascarar, una criba electoral incierta-, no será la excepción.
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