No es fácil para un hijo de los Poblados Marítimos abordar desde la objetividad el fenómeno cultural de la Semana Santa Marinera. Si la veo con ojos añejos de niño me sabe a bolsa de papas y puromoro. Punzadas de curiosidad, fascinación y un pellizco ... de pavor al cruzarse la mirada con el sudario de una Verónica o la bandeja donde Salomé sirve la cabeza del Bautista. Cascos pretorianos y la danza de unas pupilas inquietantes perdidas entre la oscuridad de los agujeros de un capirote. Misterio. Terciopelo y borlas. Coreografía en los andares. Percusión. Calles dejadas de la mano de Dios pero por unas noches entregadas a la sublimación del respeto. Si por el contrario es el periodista novato quien presta su visión sobrevienen entonces recuerdos de responsabilidad, ocúpate tú de esto que eres de la zona. Vigilias en asambleas de la Junta Mayor sin ganas de cama y regusto a ilusión recién estrenada, pues toda trinchera es buena cuando acechan el hambre y un expediente profesional que de tan blanco deslumbra. Luego hay una tercera perspectiva, la del emigrante emocional en que te conviertes según el horizonte de la vida se aleja de las raíces. El relato de la gente que en la huida dejaste atrás, como abandonó Totó a Alfredo en 'Cinema Paradiso'. De la madre, su sillita varada cada año en algún lugar de la calle de la Reina, o de José Benlliure, que si he visto a fulanito o a menganita, y entonces recuerdas que fulanito no pisaría una iglesia en 360 días, y que menganita es abiertamente atea, pero ambos se desvivirían por dar techo a su Cristo del Salvador. En ese momento sientes la magia, jurarías volver a oír las cornetas, y tras ellas ver de nuevo procesionar a los penitentes, portadores de un testigo de cristal con esmero para que su relevo no sea el último, la emoción reflejada en los rostros de quienes se saben legatarios de una tradición multisecular y la mayoría de veces familiar.

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Ícaro encaró su perdición al intentar convertirse en algo para lo que no fue creado, y siguiendo el ejemplo tampoco la Semana Santa Marinera debería cambiar. Hubo un tiempo en que quiso hacerlo, romper el cascarón, conquistar Valencia, atraer titulares, quién sabe si mirar a Málaga o Sevilla, a las Fallas incluso. La precipitada y pretenciosa designación de Sánchez Dragó como pregonero, el tardío hallazgo de su apostasía, la rebelión de Díaz Tortajada, los apuros de Vicente Ballester y la cumbre con el arzobispo, el revuelo mediático, la revocación y la amenaza de un pregón paralelo, la mediación de Emilio Attard y la designación de Antonio Fontán para suturar la herida... Por suerte 1994 y aquellas ínfulas quedaron atrás, la Semana Santa Marinera vuelve a ser feliz consigo misma, fuerte en su humildad, sin necesidad de que un Antonio Banderas arrime el hombro al anda. Por eso asusta que su presidente pida ahora un estudio de impacto económico como el de las Fallas. Mejor pasar de largo, esta fiesta habla otro idioma, su valor no se mide en pernoctaciones y ningún informe será justo con el sueño de los primeros pescadores que hace ya siglos, pónganse de acuerdo los historiadores, decidieron sacar a paseo su fe. Ni con los herederos de aquellos, tanto tiempo forasteros en una ciudad para la que todo el territorio más allá de las vías era mar adentro.

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