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Pretérito imperfecto

Antonio Badillo

Valencia

Martes, 24 de septiembre 2024, 00:08

Hombrecillo del futuro, reconocerás a los de mi generación por su adaptación al medio. Cuando sientas pánico al aburrimiento, piensa que nosotros lo hicimos arte. Desde pequeño desarrollé una curiosa habilidad para dormir sin ganas, perfeccionada en aquellos estíos manchegos de paredes de cal deslumbrantes ... y chicharras que cantaban a la siesta. Sabrás quiénes somos por nuestra capacidad para el autoengaño. A falta de mejor alternativa, me coroné plusmarquista mundial en la disciplina de detener el cronómetro del viejo Casio con un doble cero en los dígitos de las centésimas de segundo -ni imaginas las veces que puedes lograrlo al cabo de un minuto- y aprendí a matar el tiempo y las moscas a chanclazos, el patio de la abuela un campo de batalla mientras desfilaban las comadres dispuestas a cacarear sus vidas a la sombra de la higuera. Si desesperas ante la lentitud de tu conexión a internet, a medida que ves girar el círculo maldito piensa en nuestra tozudez. En mi caso te diré que me enamoré de los periódicos a pedaladas. Esos mismos veranos, varado en medio de la nada, sin un solo quiosco en todo el pueblo, con RNE como única alternativa radiofónica audible e incapaces los dos canales de televisión de sacarme de la inopia, cada mañana nos encaminábamos al enclave civilizado más próximo, catorce kilómetros de ida, otros tantos de vuelta, la bicicleta y yo en busca de mi diario. Sólo ver la portada era toda una experiencia y ya de vuelta a casa ni aunque pudiera habría hecho 'scroll', dispuesto a devorar hasta el último breve por rentabilizar el esfuerzo, que el rechazo a la idea de sentirse estúpido es intergeneracional. Cada vez que hiperventilas porque el móvil se te ha quedado sin batería, o peor aún no encuentras cobertura, estás poniendo en valor nuestra paciencia . Aquel agosto de 1984, campamento entre montañas donde era imposible sintonizar toda emisora, mi rudimentario transistor y yo hacíamos milagros desde el saco de dormir. Metiendo un palito no sé dónde que por lo visto provocaba no sé qué, en medio de la bruma de interferencias encontramos el relato tras el que colgaba la estela plateada de los titanes de Antonio Díaz Miguel. Por entonces, querido hombrecillo, ya se hablaba mucho de los derechos del niño, nos habían cantado José Luis Perales y hasta el rutilante elenco del 'We are the world', pero todos teníamos claro que entre ellos no figuraba el de quejarse o alterar los planes paternos, así que tocaba adaptarse o morir... de aburrimiento. Obligados como estábamos a espolear la fantasía, imagina lo que sentí al ver mi primer click. No como los pijos de ahora, sino uno de los auténticos, de aquellos que carecían de manos articuladas y fueron Famóbil antes que Playmóbil. Por eso este vestigio de la era analógica que hoy te escribe, y que todavía añora la magia del videoclub o la flor con seis pétalos del Yoplait, enciende cada noche una vela por los héroes de Onil que mantienen vivo a su muñeco fetiche de espaldas a la crisis de toda una compañía; venera a los 226 colosos de Duralex, la vajilla irrompible que día tras día le dio de beber; guarda riguroso luto por Tupperware, el difunto guardián de sus comidas y cenas, y aunque jamás las usó pide al destino que las medias de Marie Claire zurzan su inmensa carrera, porque ahora sí que sí el mundo se desmorona.

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