Amanece el día después del Apocalipsis, las bestias por fin calmadas. El Magro y el Poyo, secuaces del Turia y el Júcar. También salpicarán sus alias los libros de texto, junto con esta multitudinaria leva para el batallón de Todos los Santos. En el margen ... bueno del cauce empujamos carros repletos de garrafas y apenas a un paseo de distancia se amorra el desventurado a la manguera que surge del barro. El agua, su paradoja: a buenas da vida, salvaje aniquila. Sequía o inundación. Susto o muerte. Valencia, sus ríos. La ciudad encastillada tras el drama del 57 y la parca que chorrea por las almenas hacia el extrarradio. Como si un cínico con Photoshop coloreara el viejo álbum de la gran riada de pronto destronada, un martes de octubre y miseria todo se volvió lodo, y con esa misma arcilla toca ahora reconstruirnos. Si algo domina el valenciano es la reinvención, foc i fum, aunque nunca fue tanta la distancia, huecas las palabras, entre escribirlo y hacerlo.
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Amanece una semana después del Apocalipsis. Las administraciones, todas sin distinción, no están a la altura de la ciudadanía, el agua lo vuelve a sacar a flote. 96 horas necesitaron para tomárselo en serio, tiempo perdido ajustando cuentas cual bandoleros, los cuerpos de las víctimas aún calientes, como si no entendieran, ¿será que no lo entienden?, que todo tiene su momento, también la legítima obligación de depurar responsabilidades, y este era el de llorar a los muertos y socorrer a los vivos, que no necesitaban tuits sino agilidad para calibrar la magnitud de una tragedia humanitaria. Dos gobiernos, ¡dos!, incapaces de deshacer la maraña de protocolos, «cuelga tú; no, tonto, cuelga tú», y mientras los cadáveres por recoger, y los supervivientes sin agua ni luz, la desesperación empoderada, en busca de cobertura móvil en rotondas para enviar pruebas de vida. Hasta el tardío desembarco militar el ejército fue el pueblo. Y Valencia tuvo revolución de las escobas como Portugal de los claveles.
Amanece muchos (espero) años después del Apocalipsis. La memoria es autónoma, no sé qué recuerdo seleccionará la mía cuando alguien le pregunte por la gran riada. La del 24, cuál si no. Quizá elija la historia de Luis Miguel, el héroe infeliz que rescató a una huérfana por la ventanilla de un autobús condenado a muerte en Riba-roja pero lamenta no haber podido hacer nada por su profesora y el chófer. Tal vez escoja la lección de Lourdes, periodista incluso cuando saca cieno de su casa de Albal. O el rostro opaco de Héctor, haciendo noche conmigo en el trabajo sin saber que será de su vida después del agua. Puede que opte por una foto de Bort, dos manos rebozadas en el barro de La Torre. Un whatsapp, el de Abraham mientras ve desde su azotea en Alfafar el magma de coches retorcidos sobre la calle por la que pasea a Batman. Un sentimiento, el de Noemí, la chica de las dos carreras, el domingo un medio maratón, el martes para salvar el pellejo. Un cabreo, el de Adrián al pedirle que respete la prohibición de acceder a la zona cero con su escobón. Tanto reprocharle que no sabe barrer y ahora sé que se doctorará en el fango. Entre tanto tesoro no me juegues, memoria, la mala pasada de quedarte con la pereza política. A fin de cuentas también en la otra riada, la del 57, el pueblo estuvo por encima de las instituciones. La historia, su bucle.
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