La guerra de las generaciones puede llegar a ser tan cruenta como la de los sexos, de modo que suene la campana, segundos fuera y ... sálvese quien pueda...
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Ahí los tenemos a los dos, frente a frente. Entre ellos una tarta llena de velas, el abuelo nunca sintió vértigo ante los aniversarios, y un abismo de sesenta años que de pronto van a parecer sesenta siglos. Anda quejumbroso el nieto, que qué tiempos le toca vivir, más cerca de los treinta que de los veinte, dos títulos universitarios y varado a la espera de que la borrasca opositora descargue sobre él un chorrito de su agua bendita. Es un tema de conversación recurrente, como cualquier otro, pero pone a chisporrotear la memoria del anciano y desata su relato, que el joven finge escuchar por primera vez. Medio arenga medio pescozón, le rebate aquel el lamento con la reposición de la añeja historia del niño que a los 15 años reescribió su futuro. No quería ser otro pueblerino de la posguerra, tras la mula en la era, a varazos con el olivo, predestinado desde la cuna como lo estaba ese hermano mayor abnegado y algo cerril que dormía con un pedrusco bajo la almohada para zancadillear el sueño, no sea que mañana Padre me eche en falta en el campo.
Mientras la abuela saca los cafés llega el reestreno a la parte en que el mocoso manchego se larga a la gran ciudad, a Barcelona, en principio por unas semanas aunque ya no volverá hasta ser un hombre. Sube a un minotauro llamado metro, con un mapa del laberinto urbano y un ejemplar de 'La Vanguardia' que ni siquiera acierta a desplegar de grande que es, rastreando anuncios por palabras que lo encaminan a su primera y única entrevista laboral, de la que ya sale currito de una empresa textil. Sin saberlo ha caído el abuelo en su propia trampa, pero el nieto decide dejarle ganar. Podría soltarle un certero «me das la razón», remarcar que sin mayor formación académica encontró aquel mocoso un trabajo de futuro, donde con el tiempo promocionaría hacia un cargo directivo, mientras él, y tantos como él, son hoy carne de estadística, la emancipación desplazada a los 29 años, seis más que en la historia que escucha. Prefiere morderse la lengua, y nuevamente lo hará cuando arribe la narración al pasaje en que el intrépido aventurero vuelve de la mili. Dicta la época, finales de los sesenta, que los muchachos a esa edad ya sólo piensan en formar un hogar, buscar novia quien no la tiene y casarse. Es lo que él hace con una chica, léase la abuela, que a los 17 ya regenta su propia peluquería -más argumentos para el nieto-, y gracias a un empresario que no tarda en subirle el sueldo, pues sabe como todos los de entonces que el mejor trabajador es el que sienta cabeza y prospera, sus ataduras económicas compromiso de fidelidad.
Insiste en callar el nieto cuando el joven matrimonio se va de alquiler y luego, ya en Valencia, compra un piso al que mes a mes destina medio salario. Hoy un sueldo entero no le daría a él ni para lo uno ni para lo otro, por no hablar de las trabas al emprendimiento, el coste de la vida o la sima de las pensiones, y sin expectativa quién vuela del nido. Lejos de porfiar, deja correr el 'centennial' esta versión castiza del sueño americano y cuando el abuelo regresa de los recuerdos es él quien se larga. A casa. La de sus padres. Con una limosna disfrazada de semanada en el bolsillo, lo justo para ir tirando.
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