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El tesoro

ANTONIO BADILLO

Lunes, 24 de marzo 2025, 23:19

Lo nuestro podía llegar a ser tan extenuante como aquel programa de Miguel de la Quadra Salcedo, 'A la caza del tesoro' lo llamaban, Isabel ... Tenaille en el plató, los concursantes frente a una pila de libros, desentrañando pistas, trazando rumbos, dando indicaciones, y el aventurero en su helicóptero, brinca que te brinca con el walkie-talkie de acá para allá según le ordenaban en busca de tres trofeos que a él le llenarían el currículum y a ellos los bolsillos. Creedme que exagero lo justo. En los ochenta no teníamos ya que cruzar la frontera gabacha para espabilarnos en Perpiñán, algo es algo, pero disfrutar de contenidos subidillos de tono con los que entretener la adolescencia resultaba agotador, y encima sin un sherpa catódico que nos hiciera el trabajo sucio. En los Escolapios de mi infancia la carta de navegación estaba clara, y me apresuro a salvaguardar la reputación, que un servidor toca de oído. Si lo que se decía en el patio era cierto, hasta De la Quadra habría flipado para dar con el tesoro. Según salías del colegio tomabas la calle de la derecha, repetías giro al alcanzar la primera esquina, cruzabas un descampado y llegabas a la vía del tren. Recorrías unos cientos de metros sobre las traviesas hasta otear una gran piedra, juraban que inconfundible, más cerca que lejos de los raíles, el fin de trayecto en esta suerte de Camino de Santiago de las hormonas. Con el compromiso de dejar luego allí lo que encontraras, contaban que al levantarla tenías a tu disposición, supongo que ya mostoso por la intemperie y la sobreexplotación, el ejemplar de alguna de las revistas eróticas de la época, desconozco si era el Lib o la Penthouse, que como dije yo no estuve allí, pero quienes regresaban de la odisea traían sonrisa de oreja a oreja y un testimonio cuya grandilocuencia alimentaba la leyenda. Entre la mojigatería y el porno existían luego zonas grises, planes B para los menos intrépidos, quienes nunca se lanzarían a la vía por miedo a ser descubiertos ni osarían empujar aquella portezuela como de 'saloon' de spaghetti western que conducía a la zona prohibida del videoclub. Si eras imaginativo, sin sacarte de pobre ayudaban a matar el gusanillo pedreas como la Bassinger contoneándose al trasluz cual descarriada sombra chinesca, la voz rasposa de Cocker animándola a dejarse el sombrero, o la certeza de que llegaría Nochevieja y Sabrina volvería a equivocarse de talla en la ropa interior, prodigio que guardarías cual hormiguita en VHS bajo siete llaves.

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