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Urgente Un incendio en un bingo desata la alarma en el centro de Valencia

Nunca sabré si ocurrió de verdad o es mera leyenda, más rural que urbana, pero para la historia que quiero contar poco importa. Bastante mala suerte tuvo el tío Arcadio, autoensartado por salva sea la parte tras un error de coordinación -quién le mandaría lanzar ... la horca sobre la mies antes de saltar del carro-, para que casi un siglo después un compañero mío malasombra respondiera al relato de su desgracia colgándole al pobre un sambenito. Y ahí lo tienes, con lo que el gran Arcadio hizo por el secano manchego, héroe anónimo de gesta diaria entre el sol y la tierra, y un cabroncete lo pasaporta a la posteridad con el cruel seudónimo de Tío Brocheta. Es lo que tienen los motes, un mal día te caen encima y los arrastras a perpetuidad, manoseados generación tras generación como los hijos de Zebedeo. Cuánto daría yo por echarme a la cara al genio que bautizó a mi estirpe paterna como la de los chatos. Resulta que un servidor, cosa de la mezcla de genes, vino al mundo con una buena trompa, nariz de sumiller, y cada vez que de niño debía identificarme por el pueblo -«si te preguntan di que eres nieto del Chato»- aquello sonaba a chasquido de flagelo y adopción encubierta. Me queda al menos el consuelo de que no heredáramos el gusto brasileño por el diminutivo, pues si al futbolista Vitor Roque lo llaman Tigrinho por ser hijo de Tigrao, poco me cuesta imaginar a mi hija convertida en la Chatunga como nieta del Chato, y que viva Luis Aguilé. Para ser rigurosos, el noble arte de apodar debería estar sujeto a revisiones periódicas. Vete tú a saber el cociente intelectual de los tataranietos de Abundio o si no hay algún adonis entre los de Picio. Y puestos a pedir, tampoco está de más aclarar criterios, que me quedé con las ganas de averiguar de dónde venía lo de Pepica 'La Pilona', mito del Cabanyal, aunque para sonsacarle la información habría tenido que sabotear su derroche de locuacidad mientras destripaba películas en las sesiones dobles del Merp -«ahora lo matan, ahora se besan»-, y a buen seguro el destino sancionaría mi sacrilegio. Entre tanta crítica, justo es reconocer al mote su vocación igualitaria. Por mucho poder que amases, el sobrenombre te elige a ti y no a la inversa. Ahí está Pedro Sánchez. Gracias al Gran Wyoming sabemos que le gustaría ser recordado como Bizcochito -si Suárez levantara la cabeza-, aunque no puede quejarse. Cierto es que carga con incómodos alias: el Perro Sánchez de Vox; Su Sanchidad de Ayuso; Falconeti por la afición a volar gratis; el Primo de Rivera que le endilgó Podemos a raíz del flirteo con Ciudadanos... Pero la cultura popular ha sido generosa con él, acuñado por sus compañeros como el Guapo, Mr. Handsome en la prensa internacional. Ya lo querría para sí Feijóo desde que en A Coruña le endosaron aquello del Pailán, más insulto que otra cosa, por su origen humilde. Es el Señor Mopongo de María Jesús Montero, el Raijóo de Raquel Sánchez -¿qué pensará por cierto de la cerámica de Talavera?-, el Fakejóo de Echenique y el Metralleta de Isabel Rodríguez dada su supuesta facilidad para encadenar cambios de opinión, en terminología sanchista. Lo que no me cuadraba era que en los pasillos del PP lo apodaran el Tiburón. No me cuadraba hasta que aireó la aleta en el cara a cara, haciendo del confiado Ken del PSOE, también así lo han llamado, un bonito cadáver.

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