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Érase una vez, en un reino muy lejano, una artista de alma bondadosa que adoraba los animales. Cuenta de ella la leyenda que pudiendo medrar en paz, refugiada en el cloroformo de una vida acomodada, eligió ser guerrera -no callaría ante el maltrato-, y su ... porfía holló cumbre el día en que la gran ciudad le permitió colocar una pequeña escultura en la calle señera. Las delicadas manos amasaron la arcilla, de pronto el taller un jardín del Edén, y del amor nació Tristán. Su Isolda sería Soledad. Perro y gata, fundidos en bronce blanco, de pronto cobraron vida. Como el hijo de Geppetto. Si también nosotros venimos del barro y acabaremos siendo polvo, nada había de raro en ello. Callejeros ambos, arrebujados cuerpo contra cuerpo a resguardo del abandono entre bolsas de compra y rastros de opulencia, terminaron siendo transparentes en su exquisito emplazamiento por más que de tanto en tanto la creadora los cubriera de margaritas que pronto se llevaría el viento.
Érase una vez un florista, espíritu consagrado a la belleza, que no sentía el menor interés por los animales. Demasiada faena, estéril compromiso. Así fue hasta que su hermano descubrió al calor del vivero una camada de gatos silvestres. El pequeño Trece entró en casa, y cuando meses después se repitió la historia lo hizo Vincent, ciego de nacimiento pero especialmente dotado para abrir cuantos ojos cerrados hallara a su paso. Los pequeños huérfanos transformaron el ambiente del hogar, de súbito unos padres se sintieron rejuvenecer, «son mis nietos» los oyeron pregonar, y a dos hermanos les faltaban manos para recolectar anécdotas.
Capricho del destino, o tal vez de Anubis que para eso era un dios perro, el florista descubrió camino del cine a Tristán. Y en su regazo a Soledad. Sintió que aquel bronce no escondía corazones de piedra, y días después cubrió de sus mejores flores la escultura, dispuesto a convertirla en un tótem cargado de simbolismo, como la estatua de la libertad que sorprende a Charlton Heston en 'El planeta de los simios'; el recordatorio de que siempre puede haber un mundo mejor.
«Quién la escribía versos, dime quién era, quién la mandaba flores por primavera». Con menos, Cecilia acuñó un himno, al laísmo y al corazón.
El primer ramo, espléndido, la honró pero al segundo decidió actuar. Entre las flores una tarjeta, un teléfono, el hilo invisible que acabaría hilvanando ambas historias. La de ella, la artista, nombre luminoso. Elena. La de él, el florista, tocayo de un rey. David. La una marcó el camino; el otro lo siguió enérgico, y gracias a él Tristán ya no está triste, ni Soledad sola.
La madurez de una sociedad se refleja en la forma como trata a sus animales, pues sólo el maduro huye de lo fácil, someter al indefenso, humillar al cándido, para hacer lo correcto. Cuentan que al contemplar Alejandro Magno la inmensidad de sus dominios rompió a llorar porque ya no había más mundos conquistables. La historia avanza a golpes de ambición, pero lo que cose las heridas que estos dejan son las sencillas hazañas de la gente buena. En tiempos oscuros, de vez en cuando viene bien abrir las ventanas y encarar el día con un colorín colorado.
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