Los recuerdos de Facebook me han devuelto esta semana una instantánea que me ha hecho pensar en lo rápido que puede cambiar todo. Una simple ... foto y apenas unos elementos. Unas pocas palabras. Suficiente para comprobar cómo algo hoy es blanco y mañana se torna negro. Y cómo poco después la vida puede colorearse de nuevo. La imagen en concreto se remonta al 6 de marzo de 2020. En ella se ve una caja de seguridad de madera para meter dentro petardos infantiles. Con su cordel rojo al lado. En segundo plano, una lata de cerveza Amstel. A la derecha de la foto, las manecillas de mi hijo Víctor. Manejando un petardo 'Cherokee' y una mecha. A la imagen la acompañan cuatro palabras. Fallas. Familia. Cerveza. Vida. Quién me iba a decir que en apenas 24 horas iba a verme encerrado durante tres semanas en un cuarto de mi casa.
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Sólo un día después de ese instante que yo compartí con mis hijos tirando petardos en una calle del barrio de L'Olivereta, bote de de cerveza en ristre, caí en las garras del coronavirus. Sin yo saberlo, en ese instante ya estaba contagiado. Aunque posibilidades existían muchas. El Covid entró por la 'puerta grande' en el periódico, después de que un compañero de la radio volviera del polémico Atalanta-Valencia en Milan, y acabó afectando a buena parte de la redacción. Me viene a la cabeza la surrealista visita que recibimos por aquel entonces de un epidemiólogo. Un supuesto responsable de la Conselleria de Sanidad. Vale que entonces apenas se sabía nada del virus. Pero aquel 'técnico' nos 'tranquilizó' diciendo que podíamos hacer «vida normal». Que aunque tuviéramos síntomas «podíamos ir al gimnasio». Que con un poco de distancia e higiene de manos estaba todo controlado. Una serie de destarifos que demuestran que «de aquellos polvos, estos lodos».
No entraré en harina de lo que se hizo mal o no se supo hacer. Pondré el foco en los vuelcos que da la vida. De aquel sábado soleado y en familia pasé a estar sólo durante casi un mes entre las cuatro paredes de la habitación de invitados. Después de que una enfermera con un traje de esos casi de astronauta se presentara en mi casa para meterme el 'palito' por la nariz. Aún no existían entonces los test de antígenos. Y durante tres semanas no pude ni acercarme a los míos. Ni acariciarlos. Ni recibir la visita de mis padres. Más de una veintena de días con el temor de no saber qué pasaría si alguien cercano lo cogía. Si le podía costar la vida. Nos tomamos nuestro día a día como verdades absolutas. Cuando nos sucede algo malo es lo más terrible del mundo. Cuando nos sucede algo bueno no acabamos de saber apreciarlo. Mientras yo estaba en ese calle con mis hijos, tirando petardos y disfrutándolos, no acabé de exprimir el tesoro que en ese momento tenía. Cuando al día siguiente me enclaustré por la irrupción de la pandemia, por momentos me pareció el fin del mundo. Con la perspectiva y el paso del tiempo, lo bueno se vuelve mejor y nos entra la melancolía de no haberlo saboreado más intensamente. Y lo malo acaba difuminándose, cayendo entonces que tampoco debimos atormentarnos todos. El equilibrio es uno de los mantras de la vida. El súper poder para sobrellevar bien las frustraciones y los malos tragos y para deleitarse con las pequeñas cosas. Apurar cada trago de cerveza. Cada petardo. Cada gesto de los tuyos. Ver luz aunque estés en un encierro. Al final la vida se abre camino.
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