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Y volvió a pasar. La magia del olfato. Puede que sea una especie de narcótico emocional. Una vía de escape ante un mundo que con ... los años se vuelve cada vez más loco, insensible y falto de inocencia y emoción. Pero ocurrió de nuevo. El viaje al pasado con un aroma. En busca de aquellos maravillosos años. De aquella época en la que lucíamos rodillas marcadas de jugar en la calle. Con las piernas rojas de la mercromina que luego se prohibió. No sé si por cancerigena o por alguna milonga parecida. Ya no lo tengo claro. Y mejor. A mí me bañaban en ella y sigo conservando intacto todo mi cuerpo. Qué cosas. Pero a lo que íbamos, no filosofemos aún.
El instante se produjo una mañana en la que yo surcaba un carril bici del barrio de la Olivereta de camino a la redacción. De paso por la puerta de un bar, una bocanada olfativa me tomó. Un aroma a patatas bravas me impregnó. Y de camino al diario viajé a los 80. Cual Marty McFly a bordo del mítico Delorean. Me planté en el imponente edificio del colegio Agustinos en la calle Albacete de Valencia. Concretamente a las 11 de la mañana. Ese era el instante en el que el timbre atronaba. Riiiing. Riiiing. Riiiing. Y las clases acababan para dar paso al recreo. Y corrías. Entre decenas de chavales atropellándose el uno al otro por las escaleras. No era una carrera baladí. Era 'vini, vidi, vinci'. Llegar y conseguir el bocadillo estrella o resignarse a las migajas. Con lo que creo recordar que eran 100 o 200 pesetas en el bolsillo. La 'demencia' me hace no poder concretar cuál era el precio de los dos únicos bocadillos que el Señor Ramón ofrecía en la pequeña cafetería en el bajo del colegio que hacía las veces de comedor del centro escolar al mediodía. Los de piernas más rápidas, o los que usaban de manera suicida pero efectiva la barandilla de cerámica para deslizarse en el descenso (con riesgo de abrirse la cabeza pero con un bocadillo en mente como irrefrenable meta), acababan llegando al paraíso. Y el maná eran los bocadillos de patatas bravas del señor Ramón. Con unas patatas del tamaño de los nudillos de Ilia Topuria. Cortadas a gajos, como mandan los cánones. Con su ajoaceite y su pimentón. Y abundante. Volaban en cuestión de minutos. A manos de alumnos sudorosos tras el sprint por los pasillos de Agustinos. La medalla de plata era el bocadillo de tortilla de patata, también delicioso. Pero lo de esas bravas era algo digno del Olimpo.
Y ahora sí que comienzo a filosofar. ¿Qué de nutritivo tenía ese bocadillo? ¿Cuántas reglas de la alimentación saludable de los chavales cumplía ese bocata? Ya se lo digo yo. Nada y ninguno. Era, como dicen en el pueblo, un bocadillo de 'pan con pan'. Hidratos con hidratos. Pan con patatas. Con el aliciente del 'allioli' y el refregón de pimentón. Una combinación que hoy tumbaría cualquiera de esos nutricionistas de cámara que juzgan cada instante de nuestra vida. Especialmente de los más pequeños. ¡Ah! Por cierto. Para los que no llegaban a ninguno de los dos codiciados bocadillos, les esperaba una no menos deliciosa 'caña' de chocolate y crema. O 'Donuts' o un 'Bollycao'. ¿Nutritivos y sanos? Cero. ¿Éramos felices entonces? Como nunca. Sin cuestiones sobre lo que merendábamos, si jugábamos sólos en la calle y sin móviles que nos esclavizaran sobre dónde estábamos o cuándo volvíamos. Con menos corsés que ahora. Más bien grilletes lo de hoy. ¿Salimos por ello menos sanos o menos humanos? No lo creo. Más auténticos. Más humanos.
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