Antes de cerrar este rincón por vacaciones, y de retornar al sitio de mi recreo... pues vuelvo a mis historias del pueblo. Un clásico, más ... en esta época estival. So pena de seguir recibiendo los comentarios irónicos de compañeros y amigos de que un día llegaré a la redacción con la boina calada hasta las orejas y una gallina en la mochila a lo Paco Martínez Soria. Pero es que, de lo que pasa en un lugar de la Mancha con apenas 40 habitantes censados acaban saliendo moralejas y pensamientos que valen para el mundo entero. Como una especie de efecto mariposa, ese por el que una piedra lanzada en un estanque genera una pequeña onda, luego otra y después un sinfín más grandes. Hasta llenar todo el estanque. Pues eso: lo que pasa en Piqueras del Castillo, por pequeño que sea, puede ser una humilde reflexión para cualquier megaciudad del mundo.
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Al final esto va de personas. De almas. De vivencias. Y la última es una cabaña de barro, agua y cemento. La que están levantando la pandilla de mis hijos en una pinada alejada alrededor de un kilómetro del pueblo. Entre piscina, correrías nocturnas y algún que otro rato pegados al móvil (anularlo es una batalla perdida, la pelea es arrinconarlo), la choza centra buena parte de sus mañanas y tardes. Allá que se van con garrafas de cinco litros repletas de agua (ayudados por el Renault 4L del abuelo y bisabuelo, más conocido como el 'cuatro latas', o el todoterreno de algún otro padre). Hacen acopio de sacos de cemento que les dan en alguna casa en obras del pueblo. Recogen piedras cercanas y ladrillos olvidados. Planean hasta ponerle un techo. Mi hijo mayor ya piensa en coger las ventanas sobrantes de una reforma anterior en nuestra casa, olvidadas en el trastero de la leñera, para colocarlas en su flamante cabaña. «Estamos pensando en hacer otra habitación, porque en esa no cabemos», relata con ojos chispeantes en un rostro ya adolescente. Un chaval que se resiste a dejar de ser niño. Y ojalá venza esa lucha.
La pandilla ya sueña con «acampar una noche allí». Tirar un colchón o dos y pasar la noche al raso. Bajo estrellas y entre pinos. Yo creo que no caben allí ni cuatro, pero como le dije a mi hijo: «Lo que más me gusta es cómo te ilusionas». Quizás acaben como yo de nano, cuando tres o cuatro amigos decidimos dormir en una tienda de campaña en el Cerrillo de la Horca, un montículo con apenas un puñado de pinos. Recuerdo volver a casa ya entrada la marugada refunfuñando por el camino: hacía un frío del carajo, no cabíamos en la tienda, me clavaba toda la pinocha del suelo y no dejaban de oírse fuera de la tienda ruidos que debían de ser de zorros o jabalíes pero que a mí me sonaban a tigres, anacondas y gorilas gigantes. Sin pegar ojo pero feliz.
Seguramente la cabaña de barro, agua y cemento acabe siendo sólo unos cuantos muros sin sentido. Un montón de piedras que derribarán luego las ventiscas de otoño y las nieves de invierno. Pero mientras no habrá habido tardes enteras frente al TikTok. Los chavales se habrán mirado a los ojos y no habrán hablado a través de pantallas y emoticonos. Habrán tenido un proyecto de futuro, no siempre pensando en el aquí y ahora. Habrán aprendido a luchar contra la frustración cuando se les venga un muro abajo o cuando los 'mayores' les derrumben la choza. Aprenderán palabras desterradas hoy por muchos adolescentes: esfuerzo, paciencia, constancia, ilusión... Esa cabaña no es sólo un montón de rocas. Es una escuela de vida.
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