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Entre cadenas y pinochos

San Valentín es comercial. Mejor enamorarse cada día. Amar hasta con la avería de una bicicleta

Arturo Checa

Valencia

Domingo, 16 de febrero 2025, 00:01

El día de San Valentín hace tiempo que perdió su nombre y su sentido. Uno siempre acaba cayendo en algún detallito con su chica, pero ... hoy en día se le llama mucho más ya 'Día de los enamorados' y se convierte en otra cita de vorágine comercial y muy poco sentimental. Mejor eso que el nombre de un santo, en estos tiempos tan poco amigos de lo religioso. ¿A que nadie conoce apenas la historia de San Valentín? Tampoco yo, eh, no me hago el erudito. Me la explicó una amiga esta semana. San Valentín era un obispo o un cargo religioso importante similar que vivió alrededor del 230 después de Cristo. Cuenta mi amiga que el emperador romano de turno prohibió las bodas para que los jóvenes no tuvieran ataduras familiares y pudieran irse sin remilgos a la guerra, para engrosar las activas legiones romanas por la vía rápida. A San Valentín no le pareció nada bien esto y casaba a escondidas a las parejas de enamorados. El hombre acabó detenido, martirizado y decapitado. Y desde entonces, qué viva el amor en su nombre, pero sin nombrarlo demasiado ni recordarlo. A mí no deja de parecerme una patochada ese día. Como tantas otras citas. Que el amor se demuestra a cada instante. Y sobre todo, toda la vida. Y más cuando más lo necesita la pareja, el amigo, el padre, el compañero o el hermano. Porque esto del amor no entiende de condición ni parentela. Y una vez más mi mente cada vez más nostálgica (cosas de estar al borde del medio siglo y cerca de 'darle la vuelta al jamón de la existencia) me lleva al pueblo y al pasado. Al amor que sentían y demostraban el uno por el otro mis abuelos Demetrio y Felicitas. No celebraron ni un día de San Valentín. Ni muchos regalos durante su vida. Suficiente era con vivir en aquellos años de cosechar en los labrados, llevar el grano a la era, segar, sacar las ovejas al campo... Sin tiempo casi ni de dar a luz, literalmente, que como contaba mi abuelo hasta las mujeres embarazadas seguían muchas en el tajo hasta el último día, llegando incluso a traer a los niños a este mundo cuando tocaba, en un camino junto al sembrado y con la ayuda de las más ancianas de la cosecha. Cómo mi abuelo se desvivió siempre por su mujer. Su Lazarillo en vida, al borde de la ceguera ella ya avanzada su edad. Y cómo pese a lo mucho que discutían (hasta por el grosor de la tortilla de patatas o el grado de fritura del 'pisto con salón') lo hacían siempre desde el cariño. El mismo amor que con sus nietos. Yo aquellos años de niño los recuerdo entre pinochos y cadenas. Los primeros, los que iba con él a recoger en las pinadas para echar luego a la estufa de leña. Apenas caerían dos o tres sacos cada vez, pero en mi morral de la experiencia caían un sinfín de 'batallitas' de Demetrio y su vida. Puro oro de consejos y sabiduría. Con el mismo enamoramiento con el que se agachaba en la vieja casa encalada del pueblo, entre orzas de chorizos y viejos aperos de labranza, para arreglarme la cadena de la bici. Se me salía una y otra vez y una y otra vez la reparaba. Con su palillo en la boca y su eterno jersey de cuello redondo sobre el que asomaba una camisa. Daba igual que fuera invierno o verano, ese era su atuendo. En mangas de camisa en el huerto, sí, pero el jersey que no faltara. Aquellas manos llenas de la grasa de la cadena de la bicicleta. Aquella risa socarrona entre pinos mientras me contaba sus truquillos para rascar dinero con las pipas de girasol cuando era comercial. Aquellos ojos que me miraban siempre con cariño y oteando que todo estuviera bien dentro de mí. ¿Pueden haber mejores regalos de vida? ¿San Valentín?

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