Han pasado diez años desde que le miré a la cara. Desde que me crucé apenas unos segundos con él cuando abandonaba la cárcel de ... Herrera de la Mancha, la misma de la que ayer salía para no volver Joaquín Ferrándiz. Era Valentín Tejero. El asesino de la niña Olga Sangrador en Valladolid, liberado al reducirse su condena por la derogación de la llamada 'doctrina Parot'. Tenía nueve años. La mató con sus propias manos, las mismas con las que al ser excarcelado se ajustaba un pañuelo palestino con el que ocultar su cara. Después la abandonó enterrada en medio de un campo en Valladolid. Antes la había violado. Una década después de ver como salía de prisión en la época en la que cubríamos también la puesta en libertad de Miguel Ricart (2013, por la misma 'doctrina Parot'), pese a haber pasado todo ese tiempo, hoy me sigo sobrecogiendo con su recuerdo. Con las sensaciones que noté a su lado. Con las vibraciones. Con el presentimiento. Salió de la cárcel como un animal enjaulado. Con actitud desafiante ante los medios de comunicación. Con una barba que le llegaba más allá del pecho y una melena larga y descuidada, lo que acrecentaba la sensación de ser salvaje. Pero sobre todo le rodeaba una especie de aura maligna. Una desazón con su presencia que te llegaba al alma. La intuición de pensar: «Este hombre lo va a volver a hacer».
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Y vaya que si lo hizo. Tres años después, Valentín Tejero abusó sexualmente de una niña de tan sólo 10 años en Madrid. Volvió a ser condenado en 2016. Cuatro años de cárcel que cumplió íntegramente. Salió de prisión de nuevo en 2021. Quién sabe hasta cuando.
El sistema penitenciario español tiene un grave problema. El fin último del encarcelamiento de los reclusos es su regreso a la sociedad, su reinserción tras moldear las conductas punibles, desviadas, de los internos. Pero tiene trampa. Los tratamientos de rehabilitación y reeducación entre rejas no son obligatorios. A no ser que algún juez lo incluya como preceptivo en una sentencia. Y muchísimos presos, la gran mayoría, no se someten a ellos. Como por ejemplo se negó Joaquín Ferrándiz. Y su reaparición en la calle reabre hoy el debate.
Cómo olvidar el impertérrito rostro de Ignacio Palma ante el tribunal del jurado. La misma cara fría y pétrea con la que debió mirar a Marta Calvo, Lady Marcela y Arliene Ramos. Las tres jóvenes a las que asesinó. Imposible borrar sus insensibles ojos en la Audiencia. Los mismos con los que intentó matar a otras seis mujeres. La Justicia rechazó imponerle la prisión permanente revisable. Se queda con 159 años de cárcel. Cumplirá un máximo de 25. ¿Se puede rehabilitar y reinsertar alguien capaz de tal rosario de machismo, brutalidad y desprecio por la vida humana? Permítanme que lo dude y que me tema que, cuando salga en libertad, vuelva a ser un peligro para la sociedad.
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Imposible borrar de la memoria los ojos de José Bretón mirando como un cordero degollado al tribunal de Córdoba. Vacíos. Insensibles. La misma mirada que dirigió a los policías que le preguntaron si se había llevado a sus hijos. Lo que él negó como un maldito. Un minúsculo 'frame' de una cámara callejera detectó las cabecitas de José y Ruth (2 y 6 años) en el coche conducido por Bretón y en el que él ocultó que fueran. Luego los mató y los quemó en una hoguera. 40 años de cárcel. Cumplirá 25. ¿Hay una segunda oportunidad para alguien tan inmensamente inhumano?
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