Hoy he entendido a esa gente que de vez en cuando se somete a uno de esos tratamientos 'detox' de la tecnología y la eterna ... conectividad. A aquellos que de vez en cuando acuden a centros de desconexión de móviles y las pantallas. O que por iniciativa propia optan por abandonar el teléfono y las redes sociales durante una semana. Sin whatsapps, tuits ni avisos informativos de última hora que siempre todo lo llenan. Hoy he disfrutado lo que es pasar un día sin nada de cobertura. Como antaño en el pueblo, hace no tantos años, cuando al serpentear las últimas curvas que descienden hasta Piqueras, los cerros y las arboledas que la rodean, y la entonces ausencia de repetidores de telefonía, te sumían en un oasis sin móviles y sin sobresaltos. O aquellos tiempos ya más pasados, en los que había que bajar al único teléfono fijo que había en el pueblo, el que regentaban Melgue y Domitila. En aquel cuartito en el que tenías que decirle a ella qué teléfono querías marcar, para que ella lo activara con la rueda del teléfono e iniciara la comunicación. Y cuántas veces la sorprendías escuchando por otro supletorio la conversación, si la veía interesante, que con algo había que entretenerse entonces en el pueblo...
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Hoy he viajado al pasado en un día entero sin cobertura. En la caseta de campo de un amigo de la infancia, entre pinadas, montañas y huertos, perdido en mitad de Simat de la Valldigna. En un sitio de esos a los que ni el Google Maps te lleva de manera exacta. Los amigos tenían wifi en la casa, claro, pero no llegaba al patio y huerta en el que hemos pasado el día. Y ni falta ni necesidad ha hecho de ir a buscar la señal al interior de la vivienda. Es maravilloso ver cómo las notificaciones van entrando a cuentagotas, cuando alguna onda telefónica perdida quizás rebote en las cumbres de la zona. Cómo las llamadas te llegan a través de mensajes de texto cuando alguien te da un toque sin éxito.
Y en un día así descubres lo absortos e hipnotizados que estamos cada día. Te deleitas cuando ves que las conversaciones entre amigos se alargan y alargan sin que nadie baje en ningún momento la vista a la insaciable pantalla. Cómo la gente se mira a la cara, a los ojos, disfrutando los silencios entre charla y charla con la vista en alto. Hacia el horizonte y el paisaje y no inclinando la cabeza ante la tecnología. Compruebas que los niños pueden jugar, divertirse y relacionarse sin un móvil en la mano. Sin la ridícula imagen de estar todos sentados juntos pero tan distantes, absortos cada uno en su pantalla. Hasta sin hablarse en persona y haciéndolo por las plataformas de mensajería instantánea. Descubres maravillado que entonces son capaces de recostarse en unas hamacas, reír, hablar y deleitarse con el trato humano. Que juegan a la pelota, al bádminton, a tirar piedras y acertar algún objetivo. A mojarse con una manguera entre parras y olivos. A disfrutar empapando al feliz 'Rayo' (mi Jack Russell). A enchufar en un altavoz un micrófono y emular a Quevedo, Aitana y hasta a Julio Iglesias. Y los mayores sin la esclavitud de estar pendientes del móvil para recibir una urgencia del trabajo o la notificación de la última hora informativa de turno, sobre todo tras una semana dura, marcada por el interminable rescate del yate de Pinedo o el terrible crimen de Benaguasil. Creo que deberíamos instaurar de manera obligatoria el 'día semanal del móvil'. Ganaríamos en salud mental, en humanidad y en felicidad.
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