No había estudiado empresariales ni publicidad, ni siquiera fue apenas al colegio, pero llego a ser comercial de una empresa de aceite de girasol y ... de otra de venta de motores agrícolas. No tenía ni idea de política, ni ganas de ello, pero fue concejal del pueblo. No tenía conocimientos básicos de agricultura pero tuvo un huerto que daba de todo y envidiado por todos. Y tampoco sabía de apicultura pero atesoró varias colmenas que daban miel para toda la familia y le llegaba para venderla por unas cuantas pesetas. Mi abuelo Demetrio fue uno de esos hombres de la España vacía (entonces menos) y antigua, hecho a sí mismo, forjado a base de voluntad, autoaprendizaje, ilusión y ganas de vivir. Un ejemplo de esos que sirve para pensar que igual nos equivocamos con tanta obsesión por los títulos, con las buenas notas, con los másters cuanto más caros mejor, con tener un puestazo en una multinacional, tropecientos idiomas y con ascender, ascender y ascender en nuestra vida profesional. Que sí, que todo eso está muy bien, y que la sociedad consumista lo agradece y mucho, pero que yo creo que nos faltan espuertas de ilusión, ganas de disfrutar de uno mismo y de las cosas que le gustan a cada cual. Que al final la vida, y la felicidad, son eso. Hacer lo que a uno le gusta. Y así, el triunfo está asegurado.
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Las colmenas de mi abuelo estaban a poco más de un kilómetro de Piqueras del Castillo. Subiendo por un camino que salía de la carretera comarcal. Entre pinos y romeros. Eran su tesoro particular. El remanso de paz al que se iba todos los días a ver si salían o no las abejas por la piquera. Con qué brío volaban. Si entraban con las patitas llenas de polen o no. Si daban vueltas en círculos a las puertas de su hogar, lo que según mi abuelo significaba que andaban escasas de agua. Yo siempre pensaba que era el tradicional baile con el que dicen que las abejas exploradoras muestran a las demás el camino a las flores más plagadas de polen. Pero cualquiera le llevaba la contraria a mi abuelo. Y oye, igual hasta tenía razón. Porque se compraba libros del tema. Los leía con esa forma que tenía de leer moviendo los labios y musitando en voz muy baja lo que iba entendiendo, de manera lenta y pausada. Mojando el pulgar y el índice con saliva cada vez que había que pasar una hoja. Y tenía hasta una cinta de cassete sobre el tema. Los podcast de la prehistoria.
A mí debo confesar que me daba cierto pavor acompañarle. Notar como las abejas te zumbaban alrededor, y no una sola, sino unas cuantas. El miedo a sentir algún picotazo o de recibirlo por los instintivos manoteos de protección. «No te preocupes, que no te van a picar. Nos huelen, saben que somos sus amos», decía mi abuelo, confiado, mientras yo sudaba debajo de una careta protectora y veía el mundo acongojado a través de una rejilla. Lo cierto es que creo recordar que nunca me picaron en las visitas esporádicas. Tan sólo una vez, cuando fuimos a hacer la cata de las colmenas, la operación de sacar la miel para que los laboriosos insectos tuvieran hueco en el que seguir produciendo. Dejándoles el alimento necesario para seguir adelante. Y me picó una porque se enredó bajo el mono blanco protector, no por otra cosa. Yo veía casi sobrenatural como, mientras yo llevaba careta, mono, guantes, botas..., mi abuelo iba sin nada, o apenas con una careta. Apartaba las abejas con sus propias manos de los cuadros de panales. Los metía y sacaba con calma. Apenas con un poco de humo que lanzaba con el ahumador para adormecerlas. Y ni medio picotazo. La ilusión mueve la vida.
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