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Llegó la hora de la muchachada del 75. La generación del 'baby boom', entre los que me encuentro, le pone el sello ya al medio ... siglo de existencia. Es el momento de darle la vuelta al jamón, que es como popularmente se llama al hecho de haber gastado ya la mitad de tu vida y afrontar la otra, con la más optimista de las perspectivas, claro. A mí los colegas aún me llaman 'yogurín'. La ventaja de cumplir los 50 en diciembre. Que en clase eras el más pequeño y te podían dar capones con la barbilla, pero ahora sacas pecho diciendo aquello de 'yo aún tengo 49'. Era aún más épico (como dicen mis hijos) cuando podías decir que tenías 48 y los demás se asomaban ya a la psicológica barrera de los 50, pero esa delicia ya caducó. El que no se conforma es porque no quiere... Y aquello de que la edad está en el alma y en el corazón, no en el cuerpo, que al mismo tiempo que consuela es una verdad como un templo. «Yo no quisiera cumplir más años, aunque si dejo de hacerlo mala señal...», que decía este viernes, entre feliz y resignado, un amigo recién estrenado como cincuentón, en la primera de las celebraciones de mi hornada del 75. Llega el momento de mirar adelante. De seguir cumpliendo y viviendo con ganas. Con los años del alma y no los de los huesos maltrechos y las muelas del juicio dando por saco. De seguir sumando momentos, sentimientos. Viviendo. Pero también de mirar atrás. Como siempre digo, recordar es vivir. Momento de rememorar aquellos veranos saltando por un paseo marítimo de Benidorm abarrotado de guiris, con camisetas blancas de tirantes para hacerse luego 'los italianos' en Penélope. Tantas y tantas Fallas aprisionados en los castillos de la Alameda, tirando un brutal 'tro de bac' que parecía hacer saltar por los aires el túnel de las grandes vías por el estruendo, de meter entre risas y como broma a alguno a un contenedor y de acabar la noche en la entonces mítica verbena de Blanquerías. De cartas de amor entregadas entre pupitres en Agustinos como si te fuera la vida en ello. De las calabazas recibidas. De los primeros viajes al CEU embutido con los colegas de Derecho en el diminuto Peugeot blanco de 'Poncho'. De las salidas hasta su casa desde Agustinos para alimentar a 'Pucho', el gigantesco y bonachón mastín pardo que nos esperaba tras la valla de un solar en el que pasaba sus días. De la emoción del primer sí en 'El Paraguas'. De la pasión de acariciar un simple tirante de sujetador. Qué inocencia de aquellos tiempos... Del orgullo de ver a tu padre recibir dos cruces blancas al mérito policial. De los almuerzos sentados tras una valla de publicidad junto al CEU mientras el resto de estudiantes nos miraban como extraterrestres al vernos literalmente con un bocadillo y sin cabeza por taparla el gigantesco anuncio. De las charlas sentado en el suelo de la puerta de la casa del pueblo, con mi abuelo Demetrio en su silla de playa, hablando de la vida, de la familia, del valor de luchar por los tuyos y del 'respeto', esa palabra que tanto le gustaba. De sonreír ahora rememorando a mamá regañándote en la reunión con Don Antonio por falsificar la firma de un examen con 'cate'. De pasear a Maya por el barranco de Paiporta (ay, Paiporta...). De las cenas y fiestas sin dormir en los años mozos de la redacción, de la discoteca a la ducha y al teclado, a seguir contando la vida. De las noches recogiendo periódicos a las dos de la madrugada en el mítico puesto en mitad de la glorieta de un padre y su hijo en el Parterre. Cumplir años y recordar es vivir. Cuánto jamón cortado y cuánto por disfrutar. Y cada lonchita, un tesoro.
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