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En estos días de Eurocopa y fútbol televisado en vena, yo he viajado a los 80. A aquellos maravillosos años. Y una vez más, a ... aquel lugar de la Mancha de cuyo nombre tantas veces me acuerdo. En estos días de ver correr por la banda a Nico y Lamine, de disfrutar con el aplastante poderío de Kanté en el centro del campo o de sentir vergüenza por que se habla más de la máscara de Mbappe que de su propia selección, yo he volado a la era de Piqueras. A aquel pedazo de campo ganado a los sembrados de girasoles y rodeado por ellos, a los pies del cementerio viejo, en el que cada verano jugábamos nuestro particular Mundial. Las porterías, tres palos de madera retorcidos (había casi tres escuadras con la ondulación que tenía el larguero) colocados con clavos y trozos de soga. Era una ruleta rusa estar de portero, pues algún pepinazo hacía caer el madero sobre tu cabeza o no lejos de ella. El terreno de juego, un auténtico campo de minas con desniveles, alguna que otra hondonada y baches insalvables hasta para el milimétrico Kroos. Los límites, ni líneas de cal ni leches. Allí donde acababa el erial y empezaban las malas hierbas, eso era la raya de fuera. O en el punto en el que había un pequeño promontorio junto a la era y que hacías las veces de grada cuando 'las chicas' venían a ver el partido, o cuando estaba a rebosar (rebosar son 20 o 30 personas, qué se van a pensar de las cifras del pueblo) por el partido de casados contra solteros de las fiestas. O un derbi de máxima rivalidad contra Valera de Abajo, los eternos 'enemigos' del pueblo de al lado. El lugar desde el que muchos espectadores observaron con asombro aquel acontecimiento que hoy aún muchos recuerdan. «¡Sale humo del cementerio!», exclamó una lugareña al comprobar con asombro cómo eso pasaba tras los muros del camposanto. Fuego. Una inocente broma entre dos críos con aquello de «¿y qué pasa si tiro una cerilla por la verja de la puerta, se apagará?» con las tumbas rodeadas de matorrales, uno de ellos intentando orinar entre los barrotes al ver el desastre que crecía y las llamas devorándolo todo. Travesura que acabó con tirón de orejas del alcalde Naval.
Aquel era nuestro particular Wembley. El coliseo al que llegar con nuestra pelota, entre las piernas a bordo de mi bici Motoretta, con el bocata de chóped, chorizo o de onzas de chocolate en una mano y el manillar en la otra. El teatro de los sueños en el que pasar horas y horas de diversión con las fintas de 'Carlangas', el señorío en el centro del campo del técnico y desaparecido 'Monete', las incursiones del torpe 'Raulón', unido a la pachanga por estar con los amigos pero incapaz de dar pie con bola, el cielo en la tierra en el que imitar a los Saura, Rummenigge, la 'Araña Negra' u otros mitos del momento.
Una diversión de pelotas. Como la de esta semana en el partido de padres contra hijos en el San Pedro Pascual. En esta ocasión de baloncesto, pero de nuevo con un balón como único elemento de diversión. Qué sencillamente genial es el deporte. Un trozo de cuero y aire para hacer olvidar las pantallas. Ganaron los bajitos, claro. Por dos puntos sólo, eh. Cuestión de técnica, años, kilos y pulmones, lógico. Lo maravilloso fue ver los ojos de los pequeños, entre ilusionados y picantes. Entre felices por ver a sus padres batiéndose el cobre con ellos y entre comentarios de 'tramposooos', que la adolescencia ya va asomando. Carreras, sol, risas y comunión de edades. Lo que el deporte ha unido que no lo separe el hombre.
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