Acababa de terminar el último partido de la primera fase del equipo de baloncesto alevín del San Pedro Pascual en el que juega mi hijo ... pequeño. Derrotados pero sudados y sonrientes. Esfuerzo y al mal tiempo buena cara, dos totems de la vida que te da el deporte. El míster decidió que era el momento de hacer un poco más de equipo. Y qué mejor forma que alrededor de una mesa. Almuerzo y charleta. Vida. Padres y chavalería paseamos hasta una cafetería cerca del colegio. Bocata de tortilla, de longaniza, zumos, cafés... Anécdotas del partido, la tortilla de patatas que se había marcado en casa uno de los críos con tan sólo 11 años, ocurrencias al vuelo de los chavales... Hasta que asomó el peligro. Dos de los nanos empezaron a trastear con los móviles. La dictadura de las pantallas empezaba a enseñar el brillo de sus dientes. Uno de los padres chistó a uno de los chavales tentados por el smartphone. Hasta que otro, unos dos años mayor y hermano de uno de los jugadores del equipo, lanzó la tabla de salvación. «Vamos a hacer un juego». Y la luz se hizo. «Se juega sólo con las dos manos». Y la luz se volvió incluso más brillante. Caras de expectación entre los chavales. De escepticismo entre los padres. Incluso alguna mirada y sonrisa de 'ya verás tú qué chorrada'. La cosa cambió en cuanto el chaval empezó a relatar las instrucciones para jugar y las normas. Nos hizo poner a todos las manos sobre la mesa, con las palmas boca abajo. Con la diestra de cada uno cruzada sobre la zurda del otro. Y lanzó las diferentes combinaciones. Una palmada en la mesa significaba que la mano siguiente hacia la derecha o izquierda (dependiendo de la que diera el golpe) tenía que dar una palmada. Y así sucesivamente con cada jugador (mano) situada a su derecha. Si el que iniciaba el juego daba dos palmadas, eso suponía que el sentido del golpe debía cambiar hacia el otro lado. Y si la mano-jugador golpeaba con el puño cerrado en la mesa, eso equivalía a que el turno de palmear daba un salto y le tocaba a dos manos más allá. Con cada error, una mano quedaba eliminada. Y así hasta que gana el que se queda el último con una mano 'viva' sobre la mesa. Y ya está. Sin más. Y nada menos. Porque les aseguro que el juego no es nada sencillo, requiere una tremenda concentración y depara un sencillísimo rato de risas y ociosa tensión.
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Una maravilla en los tiempos del reinado de la Inteligencia Artificial. Dos manos que jamás la IA podrá suplir. Una maravillosa metáfora. La simplicidad para batir al móvil. Sin tablero, ni figuritas, cartas, dados ni virguerías. Dos manos y nada más. En estos tiempos en los que está abierto el debate sobre la necesidad de vetar el uso de los teléfonos en las aulas, tan sólo fueron necesarias unas palmadas y un puño para que los smartphones de todos los asistentes al almuerzo quedaran amontonados y olvidados en el centro de la mesa. Otro ejemplo de la vida: muchas veces, o casi siempre, menos es más. No hacen falta grandes derroches para alcanzar el lujo de la felicidad y el entretenimiento. Al final ganó el chaval que lo propuso. Prueba de que lo ha jugado mucho, porque el crío te volvía loco con las combinaciones de palmadas y puño cerrado. Precisamente el chaval al que su padre le había chistado y recriminado con la mirada cuando empezó a toquetear el móvil. Un nano al que siempre lo ves en el cole practicando algún deporte y que juega en las categorías inferiores del Valencia Basket. La demostración de que a los niños, si les motivas a hacer otra cosa, dejan las pantallas en un cajón. O al menos por un rato, que ya es mucho.
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