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Algo estamos haciendo mal. Rematadamente mal. De manera pésima, cuando todo padre con hijos pequeños en su casa (adolescentes o menos) conoce bien frases como «¿ ... pero cuántas horas llevas jugando con la pantallita?», «¡niño, dúchate ya y deja el ordenador!», «¡que no se mira el móvil mientras se come!», «¡deja la tablet y coge un libro o ponte a jugar al basket con tu hermano!» y lindezas gritadas similares a estas. La tecnología definitivamente devora a nuestros niños. La culpa sin duda es nuestra. De los mayores. Se la hemos puesto en las manos desde bien pequeños. No hay más que levantar la vista en cualquier terraza, restaurante o parque para contemplar a un bebé tomando papilla hipnotizado por los dibujos animados en un móvil o reproduciendo en bucle en Youtube el adictivo 'Baby Shark' (por algo es el vídeo más visto en la historia de la plataforma, 12.000 millones de visualizaciones, destronando al cansino 'Despacito'). Se lo hemos puesto en las manos. La manera más fácil de entretenerlos. La forma más sencilla de que no den problemas. El camino más directo para que acaben no sabiendo hacer otra cosa.
Se lo hemos metido también en la cabeza siendo el modelo en el que fijarse. Nosotros siempre con el móvil en la mano. Pendientes de las notificaciones del whatsapp. De los últimos correos electrónicos. De las llamadas. De la esclavitud digital. Es lo que han mamado y lo que ahora imitan. No es una reflexión nueva. Y tampoco sé muy bien cuál es la solución, más allá de optar por la determinación radical de quitarles todo aparejo tecnológico, so pena de aislarles del mundo, de sus amigos, de su entorno educativo y deportivo, que se comunica en gran parte por medios digitales. Y si no eso, seguir peleando para que usen menos las pantallas y dedicarles más tiempo. Sacarlos a la calle.
La calle.
Y pensando, creo que ahí está la solución. La misma calle que vemos inhóspita y peligrosa para los chavales. ¿Y por qué? ¿Es que antes no había droga, robos o maldad ahí fuera? Lo mismo que había libertad, miradas a los ojos, reír piel con piel. Vida de verdad. Pues con estas reflexiones empecé esta semana, cuando mi hijo mayor fue por primera vez sólo por Valencia con compañeros del colegio por Valencia. A ver la mascletà. Con 14 años, que tampoco es que sea ninguna proeza ni heroicidad. Pero si fue la «primera vez». Y esas siempre cuestan. Pero dije: así debe ser. Y ojalá sea mucho más.
Yo me críe en esas calles. Sobre todo en las del pueblo. Cierto que entonces no había móviles y lo más parecido a la tablet era el Spectrum 128K que mi querido colega Jose Luis atesoraba en casa de sus tíos. Buenas horas allí. Pero realmente pocas. La mayoría se pasaban fuera. Con el bote de la basura que pateábamos para el 'Bote, botero', una especie de escondite al que los niños aún juegan hoy en Piqueras. O creando un campo de golf en la colina del cementerio viejo, con palos de aluminio del vertedero transformados en brillantes hierros para jugar. Divertidos tan algo tan sencillo (y tan peligroso) como hacer una hoguera en la era del fútbol y lanzar ahí latas de gasolina casi vacías, o sprays insecticida, y alejarse para contemplar como volaban o estallaban cual lanzallamas. Pura felicidad analógica. Si insistimos en encerrar a nuestros pequeños y en darles el entretenimiento más sencillo y directo, le estaremos amargando el presente y el futuro. Y sobre todo, dejándolos sin recuerdos de batallitas callejeras que son gasolina para toda la vida.
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