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La frase de mi hermano lo dice todo: «¡No sabía que podían existir tantas cosas de material escolar». Es su reacción a la disparatada lista ... que le piden para su hija de bolígrafos, lápices, ceras, rotuladores, papel couché, libretas de cuadros y de renglones, carpetas, fundas de plástico, etc, etc... que en cada curso de Primaria reclaman los colegios concertados. Como si de una astronómica carta a los Reyes Magos se tratara. Falta que pidan algo para hacer 'la O con un canuto', el típico dicho de antaño sobre quien no era muy hábil en las aulas o en la vida. Porque lo mucho sobre la mesa no es sinónimo de éxito en la formación futura. En mi caso, no poco de lo que han reclamado para mis zagales duerme aún el sueño de los justos en los armarios de casa. Por suerte lo que no usa uno, lo acaba heredando el otro. O se gasta con el paso del tiempo. Pero ciertamente, los centros educativos debían hacerse mirar la cantidad ingente de material que reclaman a las familias. Otro fallo más de un sistema educativo, social y generacional basado en los excesos. En los cumpleaños superlativos para los críos. En las forzadas reuniones entre padres cuando los que tienen que ser amigos son los chavales (mis padres nunca conocieron, o al menos no demasiado, a los padres de mis amigos). Al correr, y correr, y correr para que los niños dejen de serlo pronto y se amarguen luego siendo mayores.
«En nuestra época nos daban un lápiz y una goma y a correr». La frase es también de mi hermano, su conclusión a los excesos del presente. Y con el eco de esas kilométricas listas de material escolar mi mente vuela a aquellos años de la EGB en Agustinos. A aquel pupitre que desde Tercero compartí con mi mejor y más antiguo amigo, Jaime. Cómo el verano creo que de Cuarto atesoraba como una joya el estuche de Pelikan con el que pensaba fardar en el comienzo del curso. Modelo básico, una cajita de plástico con un sinfín de rotuladores, lápices de colores, goma, sacapuntas, miniregla... Con una tapita en medio y otra tanta cantidad de material escolar debajo. Ansiaba ir a Agustinos aquel septiembre para exhibir mi tremenda adquisición. Entonces no había mucha compra más de los padres. Si acaso mochila nueva. O a seguir con la del curso anterior si los remiendos no eran muchos. No como ahora, que hay que dar gracias si en el mismo año no te piden cambiarla. Porque el de al lado lleva una de marca o «no está de moda, papi». Qué castigo. Pero volvamos a aquel Pelikan. Mi gozo en un pozo cuando llegue a clase y mi colega de pupitre, siempre por apellido mi querido Jaime (que entonces tampoco se llevaba aquello de cambiar las clases cada cierto tiempo, hoy por aquello de integrar, hacer comunidad... qué pereza), él, tenía otro estuche Pelikan que dejaba el mío a la altura de una caja de cerillas. El doble de ancho. El triple de alto. Yo creo que llevaba dentro hasta una navaja de MacGyver, por lo menos. Yo metí el mío, palideciendo, en el cajón bajo la mesa. Ahora río recordando una de aquellas anécdotas infantiles que por aquel entonces me pareció un trauma y que recuerdo ahora desternillándome. Pero otra vez me sirve para reflexionar con lo poco que hacía falta antes y lo mucho que hace falta ahora. Y que sin embargo nos sigue pareciendo poco. Que nada nos vale ni satisface. La humanidad insiste en tomar aquello de la evolución con un eterno camino hacia la superación y la mejora. Hasta que surge el problema de siempre: que nunca se disfruta del camino. Que la vida nos atropella.
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